Ayer por la noche llegué a Ciudad Real después de casi cuatro semanas de vacaciones. Había sido mucho tiempo sin pisar las tablas del parqué del piso, olía a cerrado y a algo más. Cuando abrí la puerta, dejé las maletas en la cama de mi habitación. Después fui al salón, al fondo del pasillo, para conectar el teléfono fijo. Y allí lo descubrí. Un murciélago estaba viendo la tele sentado en el sofá. La televisión estaba ¡encendida! y programaban el telediario. Me quedé paralizado. No sabía qué hacer, pero al menos el teléfono ya estaba conectado -se enciende en la misma regleta en la que conectamos la televisión. Lo miré. Él ya me estaba observando a mí porque había oído mis pasos recorriendo el pasillo, pero no se había inmutado. Mi primer pensamiento fue que se trataba de alguno de mis compañeros de piso. He leído a Kafka y supongo que tenía La metamorfosis en mente. Como sé que Gregorio Samsa fue repudiado tras la transformación, no quise cometer el mismo error y hablé al murciélago: “¿Víctor? ¿José? ¿Sergio?”. No contestó. Pensaría, si es que tiene raciocinio, que yo estaba loco. Quizá me contestó en ultrasonido, ¡pero apenas si percibo longitudes de onda aceptadas por el oído humano! Su mirada me hacía pensar que me conocía, pero sus rasgos no me recordaban a nadie familiar; aunque claro, en poco se parecen las larvas a las mariposas. En poco tiempo, segundos acaso, me reí de mí mismo al pensar que hablaba con un murciélago. Pero no sabía cómo actuar. Apagué la televisión. No le importó; supuse que le interesaban poco los asuntos de Osetia del Sur. Fui a por una escoba y abrí la puerta del balcón. Con educación lo expulsé del piso; al menos, hasta que pague alquiler. No sé si volverá; en ese caso, ¿qué comen los murciélagos?






