La belleza de la ruina


Los Frailes 2011

Pienso mucho, hablo poco,
me he enganchado a un serial,
y cuando duermo además de solo, lo hago mal.

[Estado provisional, León Benavente]

El posmodernismo idolatra a la ruina, ve bello el presente precario y destrozado de una realidad desde un prisma de romanticismo vanidoso, ese que alimenta el ego del posmoderno en el convencimiento de que solo él valora la destrucción en su medida de justicia y estética. Hemos llegado al punto de creernos dioses de opinión rodeados de arcángeles de certezas; y, sin embargo, podría documentarse el inesperado hito evolutivo del ser que huye hacia atrás, homo reditus. Imaginad la mutación de un gen que provoca que las cebras vayan a abrazar a los leones.

Mi madre tenía en su consulta una nota que subrayaba que «el máximo grado de inteligencia humana es la bondad. Es el mejor medio de asegurar la felicidad personal y la dignidad de la convivencia. La maldad goza de un prestigio intelectual que no merece». Sin entrar a considerar tan espinosa sentencia, sobre todo por su distancia con el tema en discusión, sí podemos afirmar que, a día de hoy, la ruina también goza de un prestigio intelectual que no merece. No lo merece porque la ruina simboliza la negación del futuro, o el deseo inconsciente de un presente eterno.

Que hoy se alabe la iglesia memorial Kaiser Wilhelm de Berlín tiene sentido solo como símbolo de la destrucción de la guerra de Hitler; pero, seamos sinceros, la conciencia del pasado se evapora a pasos agigantados. En cine triunfan las historias de perdedores de vida desesperada como Big Little Lies y en música se exprimen letras cargadas de hastío y decadencia. La fotografía que acompaña a cualquier artículo de prensa sobre la despoblación muestra viviendas derruidas en aldeas abandonadas desde hace décadas. En cualquier feria de arte contemporáneo exponen un montón de escombro. En eso se parece el arte a la política. Y las redes sociales se muestran como escaparate impecable de la desolación social.

La ruina se desprenderá y seremos polvo, mas polvo enamorado y consciente de su destrucción.

_void_ hornacina

Vuelvo a casa en la zozobra de mi corazón,
ahora vivo aquí, pensé que estaba solo y descubrí,
que estaban todos los que importan.

[Casa, ahora vivo aquí, Iván Ferreiro]

Lienzo descomunal, callado durante siglos, discreto presidente de la hornacina de la capilla de la hermandad que lleva tu nombre, de naturaleza oscura y tintes cada vez más apagados, sufridor del paso de la historia pero sobreviviente, tela resquebrajada como almacén de polvo.

Ánimas en maquillaje en busca de un futuro más lustroso.

Y el día que te marchas nos dejas tu poso sigiloso y contundente. Nos queda lo que eres cuando no estás.

Feliz 2o19.

La vigilante y el dentífrico

Los Barruecos
Nidos de cigüeñas y caballos pastando en Los Barruecos.

En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.

[Pequeño Vals Vienés, Enrique Morente,
con letra de García Lorca y música de Leonard Cohen]

Se paseaba de un lado a otro de la sala con las manos en la espalda, como si estuviese esposada, lentamente, sin atender ni por un momento a las obras de arte que la rodeaban y que, no en vano, le daban de comer, para que digan que el arte no alimenta. Su misión consistía en que no robásemos el alma a susodichas obras, prohibido hacer fotografías, gracias, ni con cámara ni con teléfono. Paréntesis. En la Capilla Sixtina anuncian ¡por megafonía! de modo mecánico y periódico «no photo, no video», anulando el sobrecogimiento ante la maravilla de Miguel Ángel, ya maltrecho por la marabunta inevitable, para mí ha quedado desnuda de lo que la convierte en arte. Fin paréntesis. De vez en cuando la vigilante miraba al exterior por una ventana como el que se asoma a ver si llueve, obviando por completo la maravilla de la naturaleza que encuadraba el marco, Los Barruecos, Malpartida de Cáceres. Paréntesis. Aquí han rodado escenas de Juego de Tronos por lo atípico de un paisaje de oasis mágico, y doy fe que así parece. Fin paréntesis.

Como éramos los únicos visitantes, vigilaba mi cámara de fotos como si la fuese a desenfundar de un momento a otro y ¡pum! ¡catástrofe congelada! La sentía al acecho como si formase parte de la colección del Museo Vostell, por cierto muy recomendable; como sea que algunas de las originales obras de arte conceptual estaban planteadas para la interacción, no resultaba descabellado asignar a la vigilante -por su comportamiento- un valor artístico. Me la imaginaba en sueños susurrándome «zona de confort tu puta madre».

Una de las instalaciones consistía en una pequeña habitación con paredes llenas de lana (el edificio del museo fue en tiempos de la trashumancia un prestigioso lavadero de lanas) y con una aspiradora en el centro, conectada a la corriente, de tal forma que podías optar por recoger la lana, redistribuirla por las paredes, o limitarte a ser un mero observador de la instalación. La vigilante decidió por nosotros con su papel activo en la sala 2 del museo: la supremacía de la autoridad ante las gilipolleces del artista. Con perdón.

Conté un taquillero, dos vigilantes en la primera sala, otro vigilante en la entrada de la segunda sala y la vigilante-artista-omnipotente. Cinco personas para dos visitantes, a dos con cincuenta la entrada. Complicada rentabilidad. Indagando descubro que el museo ha recibido 47.376 visitantes en 2016, lo que equivale a casi mil visitantes a la semana. Que me perdonen los que hacen el recuento y los que venden esas cifras porque si un sábado soleado de mayo a media mañana pude contar un puñado de parejas en la cafetería del museo (en el propio museo no coincidimos con nadie) me cuesta admitir esa taquilla salvo que todos los colegios, institutos y jubilados de la provincia lo visiten anualmente.

Doy por hecho que un museo no nace para ser económicamente rentable y que su rendimiento se mide con otras varas. Es más, agradezco haber tenido la posibilidad de disfrutar con recogimiento y atención de las ideas vanguardista del alemán Wolf Vostell en ese mágico y remoto rincón de Extremadura. Tanto las obras como el enfoque y los materiales me remitían insistentemente a Adolfo y sus piezas. Descubro que a esta corriente se le conoce como Fluxus, aunque adentrarse en ese mundo es harina de otro costal. Desde la obra que da la bienvenida al visitante, Fiebre del Automóvil, un coche con elementos móviles rodeado de platos vacíos que plantea el abismo que separa el primer y el tercer mundo, el recorrido se presenta sugerente y reflexivo saltando entre diversas obsesiones y temáticas del artista. Como ni se podía hacer fotos ni se repartían folletos (la guía era un folio plastificado que tenías que devolver al finalizar el recorrido) no guardo recuerdos en soporte físico, pero he memorizado dos frases muy significativas del autor: «son las cosas que no conocéis las que cambiarán vuestra vida» y «la mayor obra de arte del hombre es la paz».

Tanto el entorno natural de Los Barruecos como el arte contemporáneo del museo Vostell ensancharon nuestro estrecho conocimiento del mundo este sábado aunque Wolf Vostell tampoco ha resuelto mi dilema metafísico vital: por qué no venden dentífricos -bonita palabra- de medio kilo para no tener que luchar con tanta frecuencia contra el cuello de los envases.

Su odio nuestra sonrisa y Bartolín en Irún

Neutral Milk Hotel
Neutral Milk Hotel o un grupo que se descubre de rebote y resulta ser imprescindible

And when we meet on a cloud
I’ll be laughing out loud
I’ll be laughing with everyone I see
Can’t believe how strange it is to be anything at all.

[In The Aeroplane Over The Sea, Neutral Milk Hotel]

¿Os acordáis de Bartolín? Aquel ex-concejal del PP en La Carolina (Jaén) que desapareció en el 98. Se ausentó del pueblo en el que era concejal de deportes y apareció lejísimos, casi en otro país, en Irún, sin documentación y casi sin dinero. Hubo miedo a que fuese un secuestro de ETA; el caso de Miguel Ángel Blanco había ocurrido pocos meses antes, el ambiente era muy tenso: un andaluz del PP que desaparece en Euskadi. Y resultó que Bartolín, con su cara dura y sus 27 años, simuló su propio secuestro. El teléfono móvil lo delató. El miedo político y social pronto transmutó en sorna y a Bartolomé Rubia le cortaron las alas: expulsado del partido y la risión de su pueblo. De héroe a caricatura.

El otro día Joaquín Sabina confesó que su íntimo amigo José Tomás le había recomendado tirarse unos pedos antes de salir al escenario para relajarse, que era una táctica que él también usaba en la previa del paseíllo, ¿harán lo propio Rajoy antes de subir al estrado o Sara Carbonero antes de entrar en directo?

«Su odio nuestra sonrisa» pregonan. Me mosquea que quieran venderme «alegría» y «sonrisas», ¿quién te las distribuye para poder comerciar con ellas? ¿con qué legitimidad te permites comerciar con mis emociones? Sé que sois unos profesionales del marketing y unos genios de la política comunicativa, pero os pediría que negociéis con las ideas, no con los sentimientos. Sois un fenómeno fascinante pero todavía tenemos que descubrir si hay pedos detrás de las consignas.

Ayer telefoneé a un amigo que casualmente estaba en una subasta de arte por Madrid; no como comprador, sino como vendedor, intentando encasquetar un cuadro a alguna ricachona. Obviamente, las casas de arte no subastan todo lo que les llega, sino que tienen un filtro exigente, lo que significa que hay margen de maniobra para darles gato por liebre. Me contó que ayer tarde vendieron un Sorolla por una cantidad de cinco cifras y que él consiguió sacarse cuatro cifras por uno que le había costado dos. Un buen negocio en un mundo que tiene mucho de bolsa y poco de sensibilidad, donde señoras de setenta y cinco llevan tanga y se tiran pedos antes de hacer su puja ganadora.

Lunes y chicha

Vino
Vino frente al Ebro y las viñas anaranjadas.

El sueño va sobre el tiempo
flotando como un velero.
Nadie puede abrir semillas
en el corazón del sueño.

[Lo escribió García Lorca, Así que pasen cinco años]
[Lo cantó Camarón, La leyenda del tiempo]

Los lunes de invierno por la tarde la vida es muy larga. Casi asusta pensar que caben miles de tardes de lunes de invierno. Puedes hacer la compra para la semana o aligerar la agenda de tareas pendientes sencillas, pero poco más. Es como se estuvieses en una estación de tren y se fuesen todos los trenes y te quedases ahí solo, sin coger ninguno, sabiendo que dejarás pasar muchos trenes todas las semanas. Sólo que cada semana cambian los trenes y la estación se llena de colillas, chicles y envoltorios de caramelos. El paso del tiempo implica inevitablemente un incremento de la obsesión. Pero en verano las obsesiones son vapor y en invierno chicha. Pasan los trenes, aunque en realidad nada cambia, es una huida estática, circular, como la de los buscadores de setas de estas fechas que dan vueltas al mismo monte hasta que se pierden. Todos los años de forma invariable el diario provincial anuncia que localizan a buscadores perdidos, extraña paradoja.

Woody Allen, en una entrevista reciente, insistía en que el misterio de la vida consistía en no hacerse preguntas imposibles y en rellenar todos los resquicios de nuestro tiempo en ocupaciones terrenales. Lo ilustraba diciendo que a él le angustiaba no saber si iba a poder contratar a Cate Blanchett pero no si había vida después de la muerte. O algo así. El genio judío también decía que la tradición es la ilusión de la permanencia. Algo así serán los lunes. Pero claro, las obsesiones invernales, hechas de chicha, no son de material apto para tapar las juntas del tiempo y el sueño. A pesar de todo nunca hay que dejar de hacerse preguntas trascendentes, como nunca hay que parar de sonreír aunque los motivos para lo contrario sean tantos que casi resulta inmoral aconsejar la alegría.

Cuando los gitanos escuchaban «La leyenda del tiempo» de Camarón volvían a la tienda de discos a devolverlo porque se sentían estafados: eso no era flamenco. Cuando Kubrick estrenó «2001: una odisea en el espacio» los espectadores abandonaban el cine poco después de ver un fragmento de un documental de simios: eso no era ciencia ficción. A Serge Gainsbourg y Brigitte Bardot le censuraron «Je t’aime moi non plus» por romper moldes: eso no era música. Piero Manzoni enlató mierda y sus colegas le dijeron «¡eh, Piero, los artistas vivimos de esto, no nos jodas, esto no es arte!», y hoy podría ser millonario con los réditos de sus heces. El tiempo, a la larga, solidifica el vapor y pudre la chicha. O sea, cierra el lunes.

Prepárate para lo peor, espera lo mejor y acepta lo que venga.

Libertad y otras palabras gruesas

Libros Navidad 2012
Libros para una Navidad conquense.

«Los niños siempre han dado sentido a la vida. Te enamoras, te reproduces, y luego tus hijos crecen, se enamoran y se reproducen. Precisamente ésa ha sido siempre la finalidad de la vida. El embarazo. Más vida».
[«Libertad», Jonathan Franzen]

Si no hubiese tropezado con la reseña de El Cultural en la que se aseguraba que «Libertad nacía con el signo inequívoco de los clásicos como la gran novela norteamericana del siglo XXI», entonces no creo que la hubiese buscado y, quién sabe, quizá ni la conociese. Pero no me arrepiento.

Libertad es el grito de rabia desesperada de un autor que afirma escribir «para los que no encajan en el mundo» (bien visto esa sentencia es una estupidez, pero allá él con sus técnicas de marketing). Así, Franzen dibuja un fresco colérico contra la sociedad de los EE.UU. retratando el microcosmos de una familia «estándar» que le permite representar diferentes modelos de comportamientos y pensamientos típicamente made in America XXI. ¿Y por qué Libertad? Leña contemporánea: por la sensación asfixiante de su carencia desde el 11-S. De forma certera, se trata de «un estudio antropológico de la neurosis colectiva de nuestra civilización.»

A lo largo de 667 páginas vamos conociendo de forma fragmentaria el devenir de un matrimonio y sus dos hijos, más todo lo que los rodea, a saber, la crisis de las subprime, la guerra de Irak, la competitividad en el mercado y con los de tu alrededor, la neurosis alrededor de los músicos de rock exitosos, el problema de la superpoblación, la corrupción por cifras de dólares con mínimo cinco ceros o la codicia desangelada, twitter, el sentimiento actual de soledad, las riñas con los vecinos, las reivindicaciones de los ecologistas, la naturalidad de las infidelidades, el enamoramiento juvenil, el carpe diem y sálvese quién pueda, la misantropía, la depresión al descubrir que podría haber sido mejor, la incomunicación familiar, ¿sigo o ya te sientes identificado? No es necesario: todo lo actual.

Y por supuesto, un todo delicadamente tejido para dar coherencia a una historia particular que resume muchas historias comunes y que, en última instancia, resume el mundo de hoy: «vivimos en un tiempo en el que la estupidez y la maldad han concertado su poder destructivo. No descubro nada al señalar que nuestra civilización se asoma a un ocaso sin épica ni grandeza.»

Pero sin embargo hay esperanza. No sé si se mueve, pero la hay, incluso aunque la reduzcamos a esa cosa con plumas de Emily Dickinson.