Quince años no es casi nada (The End)

Atardecer en el convento dominico de Villaescusa de Haro.

Subimos hasta el cielo
caímos hasta el fondo
lo apostamos siempre todo
bailando
danzando entre los muertos
al son de los cascabeles.

[Toro, El Columpio Asesino]

Hace unos días me llegó un correo electrónico en el que se informaba que no se procedería a la renovación del alojamiento de este blog. Corren malos tiempos para el alquiler, en vivienda y en web. Hostinet, la encargada del hosting, ofrece una oportunidad de renovación, pero a un coste abusivo, como invitando a cerrar el garito. Así que, casi quince años después, este mes será el último para este blog personal.

Quizá todo tenga un principio y un final, un alfa y un omega. El principio de esta historia comenzó en mayo de 2008, poco después de la segunda victoria de Zapatero en las urnas y en pleno estallido de la gran crisis. El gobierno ofrecía a los jóvenes un dominio .es y un alojamiento gratuito asociado durante un año, pagaba la casa. Esos años del 2008 al 2011 fueron muy locos, estábamos en quiebra pero intentábamos requemar los rescoldos del boom inmobiliario que había llenado las arcas públicas. Todavía cabían más elefantes balanceándose en esa tela de araña. Ya les tocaría a otros recoger la fiesta. Quince años después nadie ha barrido la resaca.

Desde entonces, he publicado, con esta última, 309 entradas en kyezitri.es, que ni son muchas ni son pocas pero que desnudan sin piedad la perspectiva singular de un contexto personal y social. Ni siquiera sé si me arrepiento de haber publicado algunas ideas que ahora no suscribo porque hace mucho tiempo que no releo nada; en el fondo, considero una suerte poder contrastar de forma tan nítida una mirada evolutiva. Lo definí en el décimo aniversario: incluso la entrada más ridícula me representa.

Cuando esto empezó hace quince años no tenía ni casa, ni coche, ni un trabajo decente, ni novia, ni trajes, ni siquiera un televisor grande que te cagas como el que proclamaba Trainspotting. Era, en definitiva, un joven mileurista con pocas ganas de futuro en un piso compartido de una cómoda ciudad de provincias. No sé si he mejorado pero ahora ya tengo una familia, una tesis doctoral, un pueblo, un anillo, dos hijos, dos coches, tres bicis, media docena de trajes, una decena de gallinas y un centenar de pinos; también una mochila de aprendizajes y de oportunidades perdidas. Entre medias han pasado cosas, como cepillarse los dientes, echar gasoil o freír huevos.

Jamás soñé una despedida de mi blog personal, así que he llegado al día final sin el discurso preparado. Me viene a la memoria aquella entrega de premios en la que un cocinero conocido subió a recoger el suyo y, al acercarse al micro, solo manifestó: «muchas gracias, a mí no me gusta hablar en público, así que ¡hasta luego, Lucas!». Cuando tiempo después le propuse ser pregonero de las fiestas del pueblo se estuvo riendo media tarde, claro, y ofreció cocinar unas gachas en el escenario en vez de pregonar un discurso. Corolario: medir tus debilidades y tus fortalezas resulta una estimable virtud.

A medida que envejecemos nos vamos volviendo más fruto que flor, más escépticos, más huraños, más tecnófobos, más pragmáticos. Por el camino vamos perdiendo las alas hasta que llega un momento en el que ya no podemos volar y, sin embargo, nos da igual, el mundo no se acaba nunca. El entierro de este rincón personal atestiguará que nada cambia a pesar de la procesión de funerales que jalona nuestra pasión cotidiana. Nadie nos echará de menos, solo hay que calcular el desde cuándo. Consideremos, para más humillación, que todos estos párrafos ni siquiera aspiran a un cielo o un infierno, sino a una triste papelera de reciclaje, y, a la postre, el vertedero digital y de la memoria.

En su despedida, este blog le anima a seguir soñando a pesar de las pedradas, a aspirar (por la nariz) a un mundo mejor, a leer mucho más que a escribir, a reír con los peores chistes, a ponderar el ansia de justicia social para no terminar como Alonso Quijano, a perderse en invierno en el lago de Fusine y en verano en la cala Goloritze, a entrar en Bolaño y en Faulkner, a escuchar a Sergio Algora y a Xoel López, a no morir antes de ver The Wire y Six Feet Under, a rezar en la magia de Machu Picchu o en cualquier reclinatorio de Roma, a despertarse antes del amanecer porque verlo sin acostar ya se hace difícil, a beber solo vino bueno y, sobre todo, este blog le anima a no tomarse en serio ningún consejo ni a ningún político. Porque, hace siglos, San Juan de la Cruz ya anticipó que al atardecer de la vida solo nos examinarán del amor.

And this is the end, my only friend, the end.
The end of laughter and soft lies.
The end of nights we tried to die.
This is the end.

Como un mundo de ayer


Javier Rupérez.

“La noche que te harán caer
las tropas de Napoleón
que sepas que tú fuiste el rey
de media Europa, que eres idiota”.

[Rey Idiota, Ángel Stanich]

El Embajador de España Javier Rupérez nos invitó a la presentación de su último ensayo, De Helsinki a Kiev: la destrucción del orden internacional, un repaso a su trayectoria como diplomático y un análisis al mundo de hoy. La presentación estaba convocada en la Plaza de la Villa, en el corazón de Madrid entre La Almudena y la Plaza Mayor.

Albergaba el evento la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, qué paradoja hoy en día juntar a la moral con la política en una academia, parece un chiste en estos tiempos de Donald Trump y Pedro Sánchez, maestros de la política inmoral. Y con ese protocolo de institución centenaria, se sentaron en los laterales del estrado los académicos numerarios asistentes y, en la presidencia, cinco varones jubilados encorbatados que, a la postre, intervendrían en la propia presentación. Uno de ellos era Emilio Lamo de Espinosa Michels de Champourcin; supongo que nacer con esos apellidos te impone ciertas obligaciones y te predispone a cierta perspectiva del mundo.

El acto en sí atestiguó la envidiable altura cultural de los participantes. En el contexto de la vorágine actual parecía una estampa anacrónica eso de conjugar a la perfección y proponer ideas originales. Rupérez, el eterno diplomático de familia manchega, ofrece en este ensayo una perspectiva pausada e inteligente a su bagaje como diplomático de prodigiosa memoria y al cambio de ciclo mundial, que siente con profundo pesimismo porque, como apostillaron en la presentación, hemos mutado de Kant a Hobbes, de herbívoros a carnívoros, de la diplomacia multilateral al brutalismo polarizador. Insistió Rupérez en los peligros de la guerra, en el espíritu de Nunca más que sobrevolaba la diplomacia mundial de la segunda mitad del siglo XX. Estaban muy escarmentados.

El embajador recordó que «si quieres la paz prepara la guerra» (si vis pacem para bellum). Una premonición de la fragilidad de la estabilidad mundial que, en estos tiempos y con Vladimir Putin como archienemigo visible, adquiere más protagonismo. Recordaron también que la guerra es tan humana como la paz, y la autocracia tan humana como la democracia, y por eso la batalla del bien es tan ardua. Solo grandes consensos y esforzadas predisposiciones comunes allanan el camino de la convivencia, y de ahí que Rupérez presuma de la firma del Acta Final de los Acuerdos de Helsinki, que aspiraban a un mundo pacífico, SIN barreras y CON derechos humanos.

En el fondo, en la presentación del ensayo se palpaba un paralelismo sutil con El mundo de ayer de Stefan Zweig. No por dramático tremendismo, sino por el tono pesimista y por el bagaje melancólico de un mundo mejor y, seguramente, más sencillo y menos crispado. Algunos párrafos proponen visiones deprimentes del mundo que asoma:

El superviviente que soy y por el que me debo a la historia constata, con inmensa irritación, no ausente de ira y desde luego cargada de los más negros augurios, que el mundo elaborado y progresivo en el que habíamos trabajado desde el final de la II Guerra Mundial, que pese a los negativos análisis de los agoreros, había conseguido «globalizarse», que en lo fundamental se guiaba por reglas y principios de universal aplicación, que había conseguido dotarse de un sistema de justicia internacional capaz de hacer respetar las leyes entre estados y entre estos y los individuos, ese mundo está hoy puesto en irremediable peligro de extinción. El responsable de la catástrofe tiene un nombre: Vladímir Putin. Y un país, del que es dirigente: la Federación Rusa.

Las páginas que siguen, recordatorio, premonición y esperanza del superviviente, recorren el costoso camino de perfección, la criminalidad de los que ahora lo ponen en duda y las vías eventuales para el retorno a la razón. Y a la paz. Para que nunca olvidemos a los que nos precedieron en la guerra y en la paz y hagamos nuestras las palabras que siempre tuvieron como máxima de inspiración y de conducta: Nunca más.

Tanto los discursos de la presentación como el contenido del ensayo resultan incuestionables, pulcros y razonables. Sin embargo, algo chirría: toma la palabra una generación en su ocaso, que ha vivido mucho y que conoce lo que significa la palabra responsabilidad y la palabra consecuencia, pero ¿hasta qué punto tienen legitimidad para imponer su impecable visión de la actualidad a una nueva generación? Porque podría presumir de ser el más joven de auditorio, y más bien no lo soy. No me cabe duda de que, a cada día, se va perdiendo la conciencia de lo que significa una guerra, de valorar la paz aunque tenga la letra pequeña de la renuncia, de favorecer la discrepancia sin crispación gratuita, de buscar el bien común.

Rupérez y sus compañeros forman parte de una generación privilegiada que ha vivido, después del gran drama mundial protagonizado por Hitler y Stalin, la buena intención común de aspirar a un mundo mejor y, sobre todo, el mérito de lograrlo a todos los niveles: más bienestar, más progreso, más derechos. Y, por un lado, provoca envidia sana y, por otro, genera malestar comprobar la problemática actual, protagonizada por un estado latente de peligro y un encadenamiento de crisis económicas, ininterrumpido desde 2008 a nivel nacional. Ante esta situación, la juventud ha solidificado una lógica desafección política, una notable misantropía social y un claro sentimiento de desarraigo: no tenemos nada, ni siquiera de lo que con esfuerzo se construyó, así que no os debemos nada.

Se juntan así dos visiones negativas de la realidad: la pesimista de los que están de vuelta y la cabreada de los que están de ida: una expectativa desmoralizadora a todas luces.

La ciudad de los vivos


Portada del libro, imagen de Infobae.

“Si deseas evitar el esfuerzo bestial de comprender quién eres,
la sociedad te ofrece cientos de moldes vacíos”.

[La ciudad de los vivos, Nicola Lagioia]

En febrero, la periodista y lectora profesional Lara Hermoso publicó un tuit que me llamó la atención: «Estamos en febrero y no tengo dudas de que este libro va a ser uno de los mejores del año. Cuenta un caso real y muy mediático en Italia, el del asesinato de un chaval a manos de dos tipos de buena familia. Qué manera de trazar perfiles psicológicos, de meterte en el delirio».

Entonces compré «La ciudad de los vivos», de Nicola Lagioia. Aunque suelo recurrir a la librería, este lo encargué a Amazon por comodidad y, al desempaquetarlo, me sorprendió su ancho lomo, casi quinientas páginas. Banal motivo para aparcarlo temporalmente, pero tampoco hay que hacerse trampas al solitario: la falta de tiempo provoca frustración al abordar grandes obras.

A la postre, Lara Hermoso debía tener razón en su premonición porque, al terminar el año, una gran mayoría de lectores añadían este libro entre sus favoritos del año. Enric González fue certero: «para qué alargar esto: hablamos del mejor libro del año y hay que leerlo». También Rubén Amón esbozó una excelente crónica para El Confidencial.

Me convencieron. Y tenían razón: un libro imprescindible. La Roma decadente que oculta día a día las miserias y soledades de la clase privilegiada. Un crimen real y espeluznante de un chaval de 23 años de la periferia. Un análisis exhaustivo de motivos, de traumas, de personalidades, de casualidades, de desamparos. El poder de las drogas para anestesiar voluntades. La suerte como chispa para asesinos y víctima.

Hay montones de críticas en medios especializados para entender mejor esta «novela». Mi misión se limita a recomendar con fervor su lectura, porque absorbe sin piedad al lector, y no por morbo, sino por interés en seguir buceando en las profundidades de las mentes de los jóvenes Manuel Foffo y Marco Prato, en las de sus padres y amigos, en la hipótesis de un Luca Varani resurgido como ave fénix. Nos sentimos interpelados de un modo terrible por un azar posmoderno incluso a sabiendas de las distancias personales. Porque la clave de bóveda de la novela está ahí: esto me podría haber pasado, ¿esto me podría haber pasado? Quizá detrás del confort de nuestras vidas hay un rincón oscuro para posibles tragedias, una posibilidad latente de crimen injustificado, un azar juvenil capaz de arruinar tu vida y la de tus allegados sin ninguna consciencia.

La sensación de lectura era extraña porque removía más en los ratos sin leer que en la propia lectura. Invade tus pensamientos en la abrumadora incógnita: ¿por qué? No paras de darle vueltas, en la relatividad, al contexto generacional, al ambiente urbano, a la ponderación de traumas heredados, a la cercanía en personalidad con amigos y conocidos. Una lectura que se convierte en una obsesión. Si lo abres y no puedes parar de leer y de pensar y de removerte luego no vengas a echarme la culpa.

2022, bella ciao, ciao, ciao


Novena desde el coro alto de la iglesia del convento de justinianas.

Todo el mundo tiene restos de sueños
y regiones de la vida devastadas,
todo el mundo tiene una infancia
que resuena en las esquinas de su casa.

[Los jardines de marzo, La Bien Querida]

Un vistazo, por el retrovisor, a este 2022, concluye que he revisado más sentencias judiciales que novelas, que he estudiado más informes de intervención que ensayos, que he escrito más columnas de opinión política que entradas personales de blog, que he visto más intervenciones parlamentarias que películas y que he viajado mucho más por motivos políticos que por ocio o vacaciones.

Pero, a pesar de todo, no hay que perder las buenas costumbres y clasificar las diez mejores lecturas del año que pronto expira:

  1. Momentos estelares de la humanidad (Stefan Zweig)
    Volvería a leerlo mil veces. Puedes vivir sin adentrarte en estos catorce fragmentos de la historia seleccionados por Zweig, pero también puedes vivir en un zulo sin riñones ni ojos. Más aquí.
  2. España invertebrada (José Ortega y Gasset)
    Que España es un país invertebrado lo damos por sentado, pero que Ortega lo describa de forma tan certera en este ensayo hace sospechar que nos está vigilando por un agujerito. Pone en contexto el independentismo catalán para que sepamos que no tiene solución rotunda, solo márgenes de convivencia. Y nos recuerda que «tal vez ha llegado la hora en que va a tener más sentido la vida en los pueblos pequeños y un poco bárbaros».
  3. Los restos del día (Kazuo Ishiguro)
    Cada novela de Ishiguro es una obra de arte de orfebrería de exquisita sensibilidad. Un veterano mayordomo repasa su vida al servicio de una noble familia de la élite inglesa. La evolución social, la negociación de la humillación alemana tras la gran guerra, el amor discreto, la vocación de servicio, la obsesión por el trabajo bien hecho, y mucho más en un monólogo inolvidable e increíblemente verosímil.
  4. Hamnet (Maggie O’Farrell)
    De la biografía personal de William Shakespeare se sabe que se casó, tuvo tres hijos y el único varón, Hamnet, falleció a los 11 años. A partir de estas pinceladas de realidad, O’Farrell esboza una historia mágica centrada en la figura de Anne, su esposa, y en la agonía del pequeño Hamnet. Las lágrimas son inevitables en la catalogada como una de las mejores novelas del 2021.
  5. El hombre en busca de sentido (Viktor Frankl)
    El psiquiatra judío Viktor Frankl narra su angustiada existencia en un campo de concentración nazi. Por deformación profesional, intenta analizar el comportamiento humano, que busca un resquicio para conmoverse por un paisaje bello rodeado de cadáveres y que ansía entender el sufrimiento como un sacrificio que da sentido a la miserable existencia. Insiste en que tenían los días contados aquellos prisioneros que abandonaban la dignidad de lavarse, la ilusión por la sopa aguada y la necesidad de despiojarse al acostarse porque la apatía y la indiferencia son la antesala de la muerte. Por eso hay que hacer la cama todas las mañanas y dar un beso a tu pareja al despertar.
  6. El matarife (Sándor Márai)
    El atormentado húngaro escribió en su juventud esta novelita de iniciación en la que narra la historia del carnicero Otto Schwarz vía disección psicológica. Quizá no esté a la altura de sus grandes obras como El último encuentro o La mujer justa, pero merece mucho la pena y ofrece, en su sencillez, un argumento redondo. Podría convertirse en guion de un buen thriller de David Fincher.
  7. El príncipe moderno (Pablo Simón)
    El politólogo riojano ofrece un ensayo tan actual como ameno sobre política moderna. Sus enseñanzas están lejos de Maquiavelo a pesar del guiño del título, pero ofrece lecturas inteligentes de contextos presentes para entender un poco mejor porqué este mundo está tan loco.
  8. Decálogo del buen ciudadano (Víctor Lapuente)
    El sentido común europeo en este siglo XXI. Un moderno ensayo de ética social de un padre de familia numerosa que pide que creamos, aunque sea un poco, en Dios y en la patria. Lapuente es un progresista afincado en Suecia a pesar de que su lema «Dios, patria y familia» lleve el sello de Giorgia Meloni y del fascismo italiano de los años 30.
  9. Asombro y desencanto (Jorge Bustos)
    Esta prosa tan poética me confunde, a ratos deliciosa, a ratos presuntuosa, pero la mirada de Bustos a través de los paisajes manchegos de Alonso Quijano resulta lúcida y atractiva. Encontrar poesía en una visita por Belmonte a las cuatro de la tarde de agosto tiene su mérito. La parte francesa es más madura, pero más aburrida.
  10. Lanzarote (Michael Houellebecq)
    La han impreso solo para vender, es lo más simple e innecesario del genial francés, a años luz de Sumisión, Plataforma, Las partículas elementales o El mapa y el territorio. Pero, claro, sigue siendo Houellebecq.

Pocas novedades puedo ofrecer de cine y televisión. Nos borramos de Netflix y HBO, tras correspondiente agradecimiento a su labor en épocas pandémicas. Me embaucó Argentina 1985, me aburrió Alcarrás, me angustió Trece vidas y me volvieron a seducir E.T., el extraterrestre, La historia interminable o Charlie y la fábrica de chocolate, ahora ya con otros ojos.

Durante las noches de todo el año, para disgusto del gorila, nos ha acompañado la familia Pearson en This Is Us (Amazon Prime), cuya historia termina con nosotros, precisamente, en esta víspera de fin de año. Los hermanos Randall, Kevin y Kate son unos brasas a los que se les coge cariño a lo largo de su angustia existencial, cada uno cargado con un maletón de fantasmas propios. Han quemado tanto CO2 atravesando el país en avión de costa a costa solo para discutir con el resto de su familia que Greta los encarcelaría; Beth lo resume: «la familia Pearson es lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida». Más que una serie parece una parábola mística alrededor de un matrimonio ideal, la hagiografía de una madre todopoderosa y el recuerdo idealizado de un padre perfecto; qué insignificantes parecemos a la sombra de Rebecca y Jack. Kate cuadra el círculo cuando demuestra saber ponerle siempre la cola al caballo con los ojos vendados: «me tapáis los ojos, pero os ponéis todos a hablar y, si sé dónde estáis, puedo orientarme para saber dónde ir»; no se me ocurre forma más romántica de entender la familia.

Y hubo conciertos durante todo el año. Inolvidable In Paradisum en nuestra casa vía Réquiem de Gabriel Fauré. Y la adaptación imposible de La Primavera de Vivaldi al órgano barroco. O la ídem del Billie Jean de Michael Jackson en formato cuarteto de cámara con Chopsway String Quartet. En Segóbriga disfrutamos con las Tanxugueiras, nos emocionamos con Estrella Morente y recordamos la adolescencia con Revólver. En Uclés nos acongojó Lux In Tenebris y en Cuenca nos sorprendió la Misa de Coronación de Mozart en interpretación de la gran orquesta Ciudad de Granada.

Han pasado muchas cosas desde el primer «papá» del pequeño garrapato el 11 de enero de 2022 hasta el perfectamente inteligible «mira, Ca-ye-ta-no, estoy trabajando muy bien, pintando una calabasa que da mucho miedo» del 28 de diciembre. Han pasado muchas cosas desde aquel 13 de febrero en que el gran gorila dijo «papá, hoy no has dicho en todo el día ¡ay, señor!» hasta que en diciembre me preguntó que si Dios tenía teléfono. Han pasado muchas cosas desde la última nochevieja con alma de funeral y la última cabalgata de reyes con mascarilla bajo la lluvia hasta unas campanadas en las que los pequeños comen las uvas más rápido que los mayores.

Y, en el interludio, la vida nueva de agosto y la muerte del punto final de octubre, la inevitabilidad de este mundo; estamos más preparados para abordar la muerte que la vida. Se fueron también Isabel II, Pelé y Benedicto XVI, menudo trío. Además, en el interludio, las noches de alegría de esperadas graduaciones y de oposiciones exitosas, como escribió Sylvia Plath: «quizá nunca sea feliz, pero esta noche estoy contenta».Vino José Manuel Navia a fotografiar los rincones cotidianos de la Bella Excusa, Rafael Narbona a cincelar el alma del pueblo con cariñosa barrena de tinta y sudor y Lidia Simarro a dejarse la vida domesticando a los niños del pueblo después de cinco años de barbecho. Y, qué paradoja, al final aportan más de lo que se llevan, porque la buena gente tiene otra mirada y sonríe con plenitud y deja un rastro de benignidad que huele a hierba y lluvia. Miguel Ángel Valero, que afirmó que estoy condenado a la irrelevancia y sonrió cuando me llamaron besugo, y Vladimir Putin, que bombardea Ucrania y viola a las mujeres de Mariúpol, no huelen a lluvia sino a orina reseca. Antonio González insiste en que recibimos tres herencias, la genética, la del billetaje y la del alma, y que solo la última nos empuja a explorar nuevos horizontes y dar un sentido a la vida, aunque la realidad se empeñe en empañar la prosperidad con nuevas pandemias contra ovejas villaescuseras y contra pinos jovenzuelos. Vinicius hizo el gol de la final de la Champions para el Real Madrid, los Hernangómez le dieron otro Eurobasket a España sobre Francia y la locomotora de Wout Van Aert facilitó a su compañero Jonas Vingegaard su primer Tour de Francia. Y en el entretanto, la eterna obsesión por la justicia y la necesidad de sobrevivir a la injusticia, porque se corre el riesgo de perder la cabeza como Alonso Quijano, tan ávido de desfacer entuertos y facer la justicia en el mundo; Ratzinger recuerda que «la política debe ser un impulso de justicia y, por tanto, la condición básica para la paz».

Quedaría más bonito decir que Bruselas fue el viaje del año pero la verdad es que el 2022 se resume en ese viaje matinal en tren turístico desde Madrid a Cuenca, con su parte inútil al tener que ir en coche a Atocha para coger un lento tren de vuelta a casa, su parte romántica en las lágrimas de la estación de Huete por las oportunidades perdidas y las esperanzas pisoteadas, su parte incómoda porque Benjamín, Carlos, Fran y Dani ocupan mucho y tuve que buscar hueco en otra cabina junto a jóvenes amanerados y enamorados de la mística ferroviaria, y había políticos grabando discursos, y oportunistas ofreciendo borrachos de Tarancón, y fotógrafos en las lomas a lo largo del recorrido, y, sobre todo, un fin de trayecto a ninguna parte. Pero qué bonito se ve siempre el paisaje desde los ventanales de un tren, incluso a través de la Alcarria. Woody Allen lo explica todo mucho mejor en la escena inicial de Annie Hall: «dos señoras de edad están en un hotel de alta montaña y dice una ‘vaya, aquí la comida es realmente terrible’, a lo que la otra responde ‘sí, ¡y además las raciones son tan pequeñas!’; pues básicamente así es como me parece la vida». Pues eso.

Luz de (final de) agosto


Ofertas veraniegas en Garaballa.

De tanto jugar con los sentimientos
viviendo de aplausos envueltos en sueños
de tanto gritar mis canciones al viento
ya no soy como ayer
ya no sé lo que siento.

[Me olvidé de vivir, Julio Iglesias]

¿Iluso? Quizás. Queda bien pregonar delante de todos los vecinos que «el pueblo no es un resort vacacional, sino la vasija de la esencia decantada del tiempo» y que «el pueblo no es una estaca tradicionalista anclada en el pasado, sino un asidero de referencia para entender todo lo demás», pero luego se va apagando la luz de agosto y, al tiempo, se van deshojando las viviendas en cada calle. Resulta tan drástica la huida que menos mal que el drama se contempla escalonado, un desangrarse gradual e inexorable.

¿El pueblo como resort? La gente va de vacaciones a la playa, a la montaña, al extranjero, pero al final termina inevitablemente en el pueblo, sobre todo durante las fiestas. ¿Por qué? Supongo que el pueblo en fiestas permite disfrutar de un oasis de vida y libertad y airear el íntimo sentimiento de pertenencia a un rincón palpable del mundo. Que la gente lo necesita para entenderse, para tejer lazos con amistades y familiares poco coincidentes, para aferrarse a la devoción a un patrón o patria. Se va al pueblo por lo contrario que se va a un resort: a cansarse de fiesta, de deporte, de familia y de ruido en un nido bien conocido.

Para las personas mayores el pueblo es la infancia, que es decir que su pueblo es su patria. Emigraron a trabajar a Madrid y a Valencia y a Barcelona pero vivieron su niñez en el pueblo, y en su interior empuja con fuerza ese ímpetu de propiedad privada: tranquilo, Matías, nadie te va a robar la infancia, incluso aunque fuese precaria y pobre y ahora te parezca romántico recordar lo de ir a la fuente a por agua y los velatorios en la casa del vecino.

Para los jóvenes el pueblo es la fiesta, que es decir que su pueblo es su libertad. Sus recuerdos son veraniegos, de una utopía fresca, de amores de verano, amigas para siempre y días infinitos (porque, mi coronel, en los pueblos no existe muro entre la noche y el día). Rezo para que, cuando crezcan, ofrezcan a sus propios hijos el mismo privilegio de los veranos del pueblo: los estíos de todos los fluidos, de sudor, de sangre, de sexo, de alcohol, de saliva, de piscinas y de lágrimas. Solo en el pueblo puedes tener el privilegio de que un amor platónico te ofrezca un chaiselong de una hectárea para la eternidad.

No nos sentimos atrezo de un resort, simplemente insistimos en reivindicar una vida rural alejada del ruïdo, del prejuicio, del complejo de inferioridad, estemos los que estemos. No jugamos a la hipocresía, y menos a la idealización del pueblo, sino que tratamos de defender nuestros derechos, nuestros servicios públicos, nuestro bienestar y nuestra tradición. Sin victimismo, con ánimo de igualdad y de respeto. Poco más que ir todos los días en bici al cole, contemplar a nuestro patrón en el ocaso del sábado, no hacer cola para pedir un café, desentenderse de las citas previas, el huevo de las gallinas y la paz de la noche muda.

Dice Rafael Narbona que Villaescusa de Haro está hecha a la medida del ser humano. No sé qué significa eso, cada «ser humano» mide diferente e, incluso, ve la regla con diferentes ojos. Vino como pregonero y se fue como torero, con las dos orejas (se puede leer su pregón aquí). Rafael Narbona nos ha querido interpretar con una mirada fresca y una inocencia autoimpuesta, y así lo ha reflejado en el cuento «En un lugar de La Mancha». Sospecho que Narbona ha sentido el olor a tribu, una tribu antagónica al férreo individualismo contemporáneo.

Porque, en general, ya no somos tribu, aunque suene a perogrullada decirlo. La globalización líquida, el egoísmo individualista, las nuevas tecnologías alienantes, el aislamiento social y mil factores más nos han conducido al abandono e incluso desprecio del concepto de tribu. Los rescoldos del concepto sobreviven en el mundo rural y se manifiestan a ojos de lupas finas, como la de Narbona. Y donde algunos ven anquilosamiento y tradicionalismo, otros perciben un latido humano, una serie de eslabones ligados entre sí, un rayo de sentido a la vida comunitaria.

Saint-Exupery insistió en que solo una filosofía del arraigo que vincula al hombre a su familia, a su oficio y a su patria lo protege contra la intemperie. La alternativa consiste en convertirnos en ciudadanos desvinculados, solitarios, desprovistos de referentes históricos. Carne de ingeniería social, en definitiva, el caldo de cultivo ideal para alimentar odios y enfrentamientos que demagogos carroñeros aprovechan para manipular al hombre en su infinita soledad, según Juan Manuel de Prada.

Y en esa lucha por la tradición y el arraigo juegan un papel fundamental los pueblos, que no dejan de ser el alma de España como dijo el canadiense Gary Bedell.

Feliz verano a Pablo Casado, Boris Johnson y Mónica Oltra

Putin sigue bombardeando Ucrania aunque ya no salga en los telediarios, y no debemos olvidarlo. Nos bañamos en la piscina y nos quejamos del calor y de los mosquitos y de los nuevos precios del chiringuito, pero Putin sigue bombardeando Ucrania. Hay vacaciones y playa y verbena, pero también hay sangre y odio y guerra. Y una hambruna se cierne, a la vista, sobre África mientras China se pone chula.

Suponemos a Pablo Casado de vacaciones leyendo libros interesantes, a Teo atravesando el Pacífico a nado, a Macarena Olona sin rictus de concentración y enfado en un buen restaurante, a Adriana Lastra expandiéndose lejos del ruido, a Alberto Rodríguez tostándose al sol canario con las rastas al viento, a Luis Garicano pensando que son incontables los que quisieron cambiar el mundo y se cansaron antes. Hoy no queda casi nadie de los de antes, y los que hay han cambiado.

Estará Griñán implorando auxilio, y Puigdemont esperando una señal de bienvenida. Iba a decir que Quim Torra se evaporó en su mediocridad, pero he visto que nació en Blanes y ha respirado el mismo aire que Roberto Bolaño y eso debe notarse, y además tiene perros románticos y putas asesinas ateridas de frío. A Laura Borrás la han visto esta mañana en la agencia de viajes para irse al tiempo que Anna Gabriel regresa de Suiza al Supremo. Dónde descansará Mónica Oltra, a saber si coincide en una tumbona cerca de Boris Johnson o Mario Draghi. Polvo somos.

En Cuenca el tiempo pasa más despacio, como si no hubiésemos sido absorbidos por la moderna espiral de lo efímero y las stories de veinticuatro horas. Podemos sentarnos en cualquier estación de tren de la provincia a esperar un tren, pero la espera será tan infructuosa como la de Vladimir y Estragon esperando a Godot. Qué triste y amplia metáfora: el último tren ya pasó pasa nosotros.

Disfruta este verano, querido lector, e intenta mantener tu dignidad y coherencia. No seas como Chana, que criticó nuestro viaje a Bruselas de 48 horas para defender el tren alegando que él “se quedaba trabajando” y, sin embargo, su agenda pasó por un viaje a La Palma de tres días, unas vacaciones personales de cinco días a finales de julio y un goloso viaje a Puerto Rico programado para agosto. No seas como García-Page, que debería ya ser apodado como El Sermoneador por sus peroratas sobre cualquier asunto terrenal o divino y, a la postre, actuar como fiel siervo de los compromisos de su jefe en política nacional. No seas tampoco como Pedro Sánchez, capaz de alegar que se quita la corbata para revertir el cambio climático, ni que fuese Superman. Si existe una evidencia irrefutable es que a Pedro Sánchez le importan un comino tanto el cambio climático como la inflación, que equivale a decir que no le preocupa ni el planeta ni la economía; algún día sabremos qué le desvela, o quizá mejor no.

Disfruta este verano, querido lector, antes de que las cervezas cuesten cinco euros y las barras de pan dos. Antes de que se nos agrie el carácter después de filomenas, pandemias mundiales interminables, gobiernos hipócritas, guerras injustas, volcanes en erupción, incendios intencionados y calor sin mínima tregua. Ya vendrá el otoño a aflorar nuestras debilidades, la insostenibilidad económica de un país en quiebra generacional y la fragilidad de la convivencia de un viejo continente en declive.

Si los pueblos son el alma de España, qué duda cabe que las fiestas patronales son el músculo de nuestras pequeñas patrias. La fiesta vertebra al pueblo a través de nuestras relaciones personales, fortalece nuestra economía local y airea nuestro sentimiento de pertenencia. Intentamos vender mensajes de carpe diem desde la playa y la montaña, pero terminamos en las fiestas del pueblo como oasis de vida y libertad. Disfruta así, por último, querido lector, del homenaje veraniego al patrón o patrona de tu pueblo, cuaja la tradición de tu patria y forma parte del renacer del espíritu de libertad rural después de estos años contenidos.

Feliz verano.

Momentos estelares como morir


Robert Falcon Scott en su expedición al Polo Sur.

Voy a estar en casa, haciendo nada.
Si no me llamas, te llamo.
Acércate, que hay alegría, birra y melodía.
Mira cómo se cubre de nubes
y mira luego cómo se despeja.

[Lo bueno no sale barato, Habana Abierta]

– Papá, ¿qué es morirse?

Y yo qué sé, hijo, nunca he estado ahí. Te digo que es dejar de vivir, no ser más, que te meten en una caja de madera, te despiden todos tus amigos y te entierran en una sepultura del cementerio.

– Papá, ¿y qué es una sepultura? ¿eso es para siempre?

Yo no sé lo que es morirse, hijo, nadie ha practicado para explicarlo. Te digo que es no respirar y entonces te veo cogiendo aire profundo de forma disimulada para constatar que tus pulmones funcionan genial. Ni que tú tuvieses que demostrar que estás vivo. No nos interesa la muerte, salvo la de las moscas y la de los ladrones de la noche. Para qué arriesgarse a probar si ni siquiera sabemos si en la muerte hay chuches.

He estado leyendo los Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig y enseñan lo que es morirse porque todo momento estelar es éxtasis o fracaso o muerte. Zweig disecciona, por ejemplo, la agonía de los exploradores pioneros de la Antártida en una odisea inolvidable de hambre y muerte y frío tras una aventura de fracaso. Cuando el británico Robert Falcon Scott llegó al Polo Sur, la bandera noruega de Amundsen ya llevaba un mes allí. Derrotados, Scott y sus cuatro compañeros emprendieron la vuelta para fallecer congelados a pocos kilómetros del puesto de reabastecimiento. Lo encontraron abrazado de forma póstuma a un camarada como intentando aprovechar los últimos rescoldos de calor humano. Pero cómo entender una historia de pies congelados en mitad de una ola de calor abrasadora del mes de julio. Cómo asimilar una ventisca polar desde el sudor de una siesta estival manchega.

Hay instantes mágicos que marcan el devenir de una civilización en un gesto. Y casualidades como leer el pasaje de la batalla de Waterloo una mañana de julio en un hotel de Bruselas, a pocos kilómetros del frente de batalla, como si el destino o lo que sea hubiese planificado la rendición de Napoleón mientras un puñado de conquenses defendíamos los intereses de nuestra tierra y del único tren que recorre la provincia en el Parlamento Europeo. Cómo entender Waterloo desde la comodidad de una cama cerca de la Grand Place. Cómo asimilar la derrota final del militar francés y su destierro a la isla de Santa Elena mientras preparo la maleta para un agradable viaje de vuelta a la patria y al hogar. También los emperadores mueren pobres y solos, hijo.

Zweig cuenta también cómo se desplegó el primer cable oceánico de telégrafo para unir América con Europa mientras estas semanas unos operarios emigrados de América despliegan la red de fibra óptica por las fachadas blancas del pueblo. Y narra el descubrimiento de El Dorado y la fiebre del oro del s. XIX en un verano de incertidumbre económica y codicia que se corona con un juicio inexplicable para demostrar que la justicia siempre ha tenido realidad maleable. Ni que el escritor austriaco hubiese investigado este verano para escribir su obra maestra hace casi cien años. Que yo me encuentre a Dios por todos lados no significa que exista.

Los catorce momentos estelares perfilan los confines de la humanidad. Cómo vivir ignorando estas historias que enseñan más sobre el alma humana que cualquier tratado de psiquiatría o filosofía. Lo saben desde Cicerón a Haendel. Zweig ya enseñó con su biografía El mundo de ayer que se podía describir el contexto histórico del nazismo de Hitler mejor que a través de los fríos libros de historia. Y es que si la belleza no salva al mundo que al menos nos haga felices.

2021, tanta paz lleves


Un día especial para Sonny Colbrelli.

Per far la terra ci vuole un fiore
per fare tutto ci vuole un fiore.

[Ci vuole un fiore, Sergio Endrigo]

Quizá haya gente que vaya a conservar un recuerdo grato de este 2021 ya expirado. No seré yo, sobre todo en el último tramo del año, la verdad.

Incluso al revisar las lecturas destacadas del año percibo que todo conduce a la tristeza y la desesperanza: la muerte de un hijo de 6 años, la agonía del mundo rural, el atentado contra Charlie Hebdo, la muerte de un hijo de 3 años (otro), el dopaje en el ciclismo de élite, la juventud española sin futuro. Literatura como ratificación y no como evasión:

  1. Mortal y rosa (Francisco Umbral) – Más aquí.
  2. Feria (Ana Iris Simón) – Más aquí.
  3. Miss Marte (Manuel Jabois) – Notable novela del periodista gallego sobre desapariciones extrañas en un ambiente asfixiante en una aldea de su tierra.
  4. Imposible (Erri de Luca) – Alpinistas de vuelta de todo, nunca mejor dicho.
  5. Un amor (Sara Mesa) – El mundo rural cuando se le quita la mística y las ventajas fáciles.
  6. La hora violeta (Sergio del Molino) – El maño dice que no existe en castellano una palabra para designar al padre que pierde a un hijo porque ese sentimiento no cabe en ninguna caja.
  7. El colgajo (Philippe Lançon) – Nadie quiere ser protagonista en un atentado sangriento, pero a Lançon le tocó sufrir el de Charlie Hebdo en París.
  8. Cómo ganar el giro bebiendo sangre de buey (Ander Izagirre) – Historias de épica, engaño y traición del Giro de Italia desde su génesis hasta la actualidad.
  9. Decálogo del buen ciudadano (Víctor Lapuente) – Casi un libro de ética moderna.

La tele se suele encender para poner los Cantajuegos o Sam, el bombero, pero también las escasas pelis disfrutadas conducen a la amargura, como la genial alegoría de la violencia de La cinta blanca o el excelente documental Traidores sobre etarras arrepentidos (de Jon Viar, hijo de un psiquiatra que fue etarra y estuvo encarcelado, un documental imprescindible para conocer esa cara de la historia reciente). Por rescatar algo, Patria y The new Pope.

A principios de año, una nevada histórica, tan inaudita que ni los más mayores del lugar recuerdan algo similar, acarreó tantos contratiempos que creo que no pude mirar la nieve con gozo ni un segundo. Durante semanas incluso temimos que los cien pinos hubiesen muerto por congelación en la nieve tras soportar noches a menos quince grados; a la postre, y tras una primavera de hojas amarillas, solo uno se quedó en la estacada. Después de muchos años de estabilidad en el consistorio, estos meses hicieron las maletas tanto la secretaria como el alguacil, ambos insustituibles en su profesionalidad. También se marcharon a la otra vida mi teléfono móvil y mi ordenador portátil, tras casi seis años y diez años y medio de convivencia, respectivamente. En su último suspiro, se dañó el disco duro del portátil y solo quedó la opción del rescate millonario de los ficheros que han marcado mi vida. En primavera me invadió un virus que se marchó sin despedirse ni decir su nombre (y no era covid).

Ha sido un año tan deprimente que las vacaciones se limitaron a un fin de semana en una estación de tren abandonada y abarrotada de mosquitos junto a un polígono industrial de un pueblo de Soria. Volved a leerlo para llorar conmigo. Un año tan desolador que, un día de septiembre, mi hermana nos llevó a comer en un «restaurante» que no tenía ni cerveza ni café. Tan triste que en febrero pagué un domingo por ver un concierto ¡en la tele! Y me preparé un gintonic y me aburrí con Xoel López porque así estaba predestinado y porque los peques revoloteaban por el salón y, sobre todo, porque Xoel no era el de siempre sino que tres o cuatro mujeres le cantaban nuevas canciones. Un año tan nefasto, incluso, que en el sorteo de lotería navideño ni siquiera tuve que ir a la administración a cobrar veinte euros, quizá por primera vez en la vida. Un año tan olvidable que quedó jalonado de pérdidas, de incendios dramáticos y de otros desvelos que mejor no plasmar aquí.

Incluso a nivel deportivo ha sido el peor año del siglo, casi podría contar con las manos las salidas a trotar por el campo y a pasear en bici, con la excepción de los entrenamientos en carretera durante los dos meses de verano. Qué paradójico que el único recuerdo grato sea el de mayor sufrimiento, una exigente ruta por la serranía conquense a dúo bajo lluvia amenazante de más de cien kilómetros, más de 2.000 metros de desnivel y más de cuatro horas de pedaleo. Y el Real Madrid no ganó otra Copa de Europa. Por rescatar algo, el espectáculo épico de la París-Roubaix, como si el tiempo hubiese retrocedido en el infierno del norte y los adoquines se hubiesen vuelto a llenar de charcos y barro para gloria del italiano Sonny Colbrelli.

Solo queda la suerte de poder tener ojos renovados para ver el mundo:

  • La cena hoy todo riquísimo, pero la sopa el otro día estaba terrible. Mamá, el próximo día estate más atenta.
  • Papá, me gusta mucho Madrid porque hoy había tarta de chocolate con fresas.
  • Papá, te quiero hasta el cielo y cien vueltas a Júpiter.
  • Papá, al que más quiero es a Alfonso. Tú estás el último y no se puede hacer otra fila.
  • Papá, esto sabe a zumo de jamón york.
  • Papá, ¿dónde está el horizonte?
  • Mamá, hoy solo me he caído una vez, mejor que cuarenta veces, el primer día me caí cuarenta veces.

Y sigue viviendo en un mundo paralelo:

– Cayetano, deja ahí la cerveza y la cocacola y ahora le preguntamos a mamá si hoy toca aperitivo.
– Papá, si aquí mandamos tú y yo.

Y nos sigue enseñando modos de vida:

– Papá, ¿te gusta más Beteta o Castellón?
– Prefiero Guadalajara.
– Guadalajara no existe, es una fruta.

Y ese día reservamos las mondaduras de las guadalajaras para las gallinas.