Pinus Pinea y las siete inesperadas plagas

Los 97 pinos piñoneros del Pastel, noviembre de 2023.

Sabed siempre, pequeños, que hay fechas que resultan difíciles de olvidar, como el día de vuestro nacimiento. Domingo 8 de marzo de 2020, gran manifestación en defensa de la igualdad de la mujer en Madrid, alentada por Irene Montero mientras le susurraban que un virus desconocido había llegado de Wuhan, en China, al norte de Italia. La semana siguiente fue frenética hasta el punto de que, aunque lo hayamos olvidado, decretaron el estado de alarma y nos encerraron en nuestras casas con urgencia e improvisación: no podíamos salir a dar un paseo al campo pero sí acudir sin mascarilla a espacios cerrados como al despacho de la panadería.

Pero aquel 8 de marzo, en el pueblo, éramos ajenos a todo aquello, y felices, plantando 97 pinos piñoneros junto a los hermanos Jorge y Teodoro en una pequeña parcela ubicada en la intersección entre el camino del Saz y el camino de Las Casas que primero había labrado Andrés Lavara y después había roturado José Sánchez.

En ningún sitio estaba escrito que debiésemos hacerlo y, quizá por esa razón, el hecho se convierte en algo tan trascendental. La utilidad de lo inútil, titula Nuccio Ordine. De un lado, la parcela, de propiedad familiar y que por su escaso tamaño no se consideraba golosa para venta y explotación agrícola, así que, de rebote, mitad heredada, mitad comprada, esa casi media hectárea a un kilómetro de casa había caído en nuestras manos. De otro lado, la elección del pino como un árbol robusto y adaptado a este clima extremo, con la aspiración de dar uso a esa tierra y partiendo de la premisa innegociable de no comprometer trabajo continuo durante años para su cuidado.

Parcela impoluta antes de contratiempos, julio de 2020.

Y es que, en teoría, la cosa es así: pones el pino y te olvidas, crece despacio y sin ayuda por su carácter resiliente, como se dice hoy en día. De hecho, hay empresas que esparcen pinos por los cerros y, al cabo de años de olvido, esos montes desnudos se convierten en frondosos arbolados. En nuestro caso, la realidad ha resultado diferente, ignoramos si porque plantamos pinos en extremo sensibles que ansían mimos y caricias o, simplemente, porque las circunstancias naturales han derivado en una necesidad inesperada de cuidados. A la postre, esa fragilidad manifiesta ha requerido tantas horas de trabajo, quizá inútil y mal planificado, tantos ratos de azada e ignorancia, que ya podemos considerarlos de nuestra familia, como una paternidad desorientada y de alta demanda.

Su bienvenida fue ratificada por la pandemia de coronavirus, que no atacaba al pino pero condicionó su espíritu infantil por la soledad impuesta gubernamentalmente. Al poco, quizá por inadaptación al suelo, sus acículas empezaron a tornarse amarillentas y los pequeños arbolitos necesitaron suplemento de hierro, unos polvos granates disueltos en agua que olían a fragua.

En su primer invierno, tan frágiles, sufrieron la gran prueba de la Filomena, una nevada histórica que vino seguida de días de frío y hielo, y ahí intentaron aguantar su gélido enterramiento durante semanas. Dábamos por descontado que no podrían sobrevivir a esos termómetros de menos quince grados y, no en vano, años después todavía sufren los efectos secundarios de la congelación de su savia. Dos meses después, en marzo de 2021, me ayudaste a acompañarlos con ocho cipreses y un cedro del Himalaya; debía ser un cedro del Líbano pero Pedro decodificó la petición a su manera.

Filomena, días de nieve y semanas de hielo, enero de 2021.

Al año siguiente, en la primavera de 2022, un ejército de amapolas bañó toda la parcela de rojo y verde. La imagen era bonita pero ese batallón de flor viva escamoteaba toda la humedad de la tierra y, lo que es peor, atrajo a un pulgón destructivo que arruinó más de una decena de pinos e hirió a otra decena hasta que fuimos conscientes y, tras diagnóstico experto, atacamos al bicho gracias al pulverizador mochila de Yoli y al atrapa de Teodoro.

Mar rojo, junio de 2022.
Pulgón o como quiera llamarse ese bicho, agosto de 2022.

Ya en 2023 una severa sequía marcó la primera mitad del año. Cinco meses, desde finales de diciembre de 2022 hasta final de mayo de 2023, que se hicieron eternos para todos los agricultores de la región y sufrieron cómo se arruinaban las cosechas de cereal. Los pinos ya daban muestras de robustez pero tantas semanas sin agua deterioraban su entusiasmo juvenil. En mitad de la sequía, en marzo, repusimos 14 pinos tras velar los cadáveres de la filomena y el pulgón.

Y después apenas cayó una gota entre julio y agosto, meses de sol furioso y estrés hídrico. Hay pocas labores más ingratas y estériles que regar un centenar de árboles con garrafas de agua en plena canícula. Y en esas, de repente, en la sobremesa del 4 de septiembre, el cielo descargó un aguacero histórico, al que ahora llaman Dana, que dejó 78 litros por metro cuadrado en los alrededores. La tromba generó una riada por la afluencia de los arroyos de la Callejuela y de Sierra Nevada, y precisamente este último atraviesa una parte de la parcela de los pinos. La fuerza del inesperado río de agua, barro y vegetación arrasó algunos pinos, que quedaron en el suelo como humillados y enterrados entre la tierra y la broza. Tras los cuidados intensivos y sacudirles el barro una vez seco se podría ratificar que no tuvimos que lamentar ninguna baja.

No se me ocurren muchos otras desgracias más: la nevada, la pandemia, la sequía, la plaga, la tormenta. Bueno, sí, claro, faltaba el huracán. Ya no. El 2 de noviembre vino protagonizado por una ventisca inaudita con rachas de viento de hasta 108 km/h que tumbó grandes árboles en el pueblo. También dobló algunos de los jóvenes pinos piñoneros, así que hubo que recurrir a nuevos tutores más gruesos para enderezar el futuro de la verde prole.

No sabemos qué vendrá después más allá de la incertidumbre y la esperanza junto a vosotros, la pasión cotidiana. Nos estamos empezando a acostumbrar a estos contratiempos, así que solo queda creer y confiar. Estos árboles de lento crecimiento nos ayudan a asumir humildes lecciones de paciencia y resiliencia. Y no tenemos prisa, porque en el fondo su inutilidad los ha vuelto imprescindibles y solo aspiramos a que nos sobrevivan por imperativo de la naturaleza.

Momentos estelares como morir


Robert Falcon Scott en su expedición al Polo Sur.

Voy a estar en casa, haciendo nada.
Si no me llamas, te llamo.
Acércate, que hay alegría, birra y melodía.
Mira cómo se cubre de nubes
y mira luego cómo se despeja.

[Lo bueno no sale barato, Habana Abierta]

– Papá, ¿qué es morirse?

Y yo qué sé, hijo, nunca he estado ahí. Te digo que es dejar de vivir, no ser más, que te meten en una caja de madera, te despiden todos tus amigos y te entierran en una sepultura del cementerio.

– Papá, ¿y qué es una sepultura? ¿eso es para siempre?

Yo no sé lo que es morirse, hijo, nadie ha practicado para explicarlo. Te digo que es no respirar y entonces te veo cogiendo aire profundo de forma disimulada para constatar que tus pulmones funcionan genial. Ni que tú tuvieses que demostrar que estás vivo. No nos interesa la muerte, salvo la de las moscas y la de los ladrones de la noche. Para qué arriesgarse a probar si ni siquiera sabemos si en la muerte hay chuches.

He estado leyendo los Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig y enseñan lo que es morirse porque todo momento estelar es éxtasis o fracaso o muerte. Zweig disecciona, por ejemplo, la agonía de los exploradores pioneros de la Antártida en una odisea inolvidable de hambre y muerte y frío tras una aventura de fracaso. Cuando el británico Robert Falcon Scott llegó al Polo Sur, la bandera noruega de Amundsen ya llevaba un mes allí. Derrotados, Scott y sus cuatro compañeros emprendieron la vuelta para fallecer congelados a pocos kilómetros del puesto de reabastecimiento. Lo encontraron abrazado de forma póstuma a un camarada como intentando aprovechar los últimos rescoldos de calor humano. Pero cómo entender una historia de pies congelados en mitad de una ola de calor abrasadora del mes de julio. Cómo asimilar una ventisca polar desde el sudor de una siesta estival manchega.

Hay instantes mágicos que marcan el devenir de una civilización en un gesto. Y casualidades como leer el pasaje de la batalla de Waterloo una mañana de julio en un hotel de Bruselas, a pocos kilómetros del frente de batalla, como si el destino o lo que sea hubiese planificado la rendición de Napoleón mientras un puñado de conquenses defendíamos los intereses de nuestra tierra y del único tren que recorre la provincia en el Parlamento Europeo. Cómo entender Waterloo desde la comodidad de una cama cerca de la Grand Place. Cómo asimilar la derrota final del militar francés y su destierro a la isla de Santa Elena mientras preparo la maleta para un agradable viaje de vuelta a la patria y al hogar. También los emperadores mueren pobres y solos, hijo.

Zweig cuenta también cómo se desplegó el primer cable oceánico de telégrafo para unir América con Europa mientras estas semanas unos operarios emigrados de América despliegan la red de fibra óptica por las fachadas blancas del pueblo. Y narra el descubrimiento de El Dorado y la fiebre del oro del s. XIX en un verano de incertidumbre económica y codicia que se corona con un juicio inexplicable para demostrar que la justicia siempre ha tenido realidad maleable. Ni que el escritor austriaco hubiese investigado este verano para escribir su obra maestra hace casi cien años. Que yo me encuentre a Dios por todos lados no significa que exista.

Los catorce momentos estelares perfilan los confines de la humanidad. Cómo vivir ignorando estas historias que enseñan más sobre el alma humana que cualquier tratado de psiquiatría o filosofía. Lo saben desde Cicerón a Haendel. Zweig ya enseñó con su biografía El mundo de ayer que se podía describir el contexto histórico del nazismo de Hitler mejor que a través de los fríos libros de historia. Y es que si la belleza no salva al mundo que al menos nos haga felices.

Soldadito rubio que mandaba en el mundo


Umbral y su hijo Pincho en foto de su esposa María España.

Mi unicornio azul ayer se me perdió,
pastando lo deje y desapareció.

[Mi Unicornio Azul, Silvio Rodríguez]

Descubro que hace justo diez años añadí a Mortal y rosa en una lista de novelas que me alegraba haber leído. Después de releerlo esta semana, con un bagaje de canas y prole, sospecho que entonces no entendí nada del diario de Francisco Umbral, sencillamente porque soy consciente de que a día de hoy sigo sin comprender el fondo del alma de Umbral.

Mortal y rosa fascina y enfoca. El diario poético del escritor madrileño, que pierde a los 42 años a su único hijo, Pincho, con seis años por leucemia. Hacer poesía de una leucemia infantil suena terrible pero jamás nadie podrá hablar de una prosa impostada o sensiblera, sino de un corazón devastado por el dolor. Si supieras, hijo, desde qué páramo te escribo, desde qué confusión de lágrimas y ropas, desde qué revuelta desgana. Estoy viviendo muerte, porque la muerte hay que vivirla en la vida. Luego, en la muerte ya no hay muerte. Desvelado, dolorido, cansado, cobarde, solo, enfermo, herido, estoy entre tus cosas, hijo, ni vivo ni muerto, sin decidirme por ninguna de tus soledades que me esperan, dudoso entre tantas ausencias, horrorizado del sol que hoy ha salido en el cielo, y que nada significa y que sólo es como un inmenso estorbo entre tú y yo.

Se cuenta que Umbral no quiso elaborar el manuscrito, que lo que leemos es su primer borrador, sus tripas desgarradas en un diario íntimo que, paradoja, huye del artificio a través de una prosa barroca de absorbente lirismo. Sergio del Molino dice que existen conceptos como el de huérfano o el de viuda pero que no hay palabra en español para denominar al padre que pierde a un hijo porque un idioma no puede cobijar, en una palabra, ese dolor infinito. Aquí tu madre y yo, hijo, entre biombos, entre cocinas apagadas, entre anuncios, letra menuda y medicinas, qué solos, qué sin juntura, y el universo, hijo, el universo, que organizaba sus mayúsculas en torno de ti, y ahora es como el resto disperso de un naufragio. La vida, asesinándote, se ha dado muerte a sí misma, ha perdido su sentido y paga su crimen en tardes de sol en las que nadie cree y anocheceres de niebla donde nadie es feliz. Soy el único cadáver que ha escrito un libro en la historia de todos los tiempos.

Mortal y rosa es una cura de humildad para el lector. Te sugiere que no aspires a dorar tu vanidad escribiendo porque siempre quedarás a la altura de la suela del zapatón del enorme periodista, que no se te ocurra profanar un puñado de páginas si él te ofrece una especie de perfección impresa. Y te invita a entender la pequeñez de nuestros desvelos cotidianos cuando él ha muerto en la muerte de su hijo, te ofrece a manos llenas un sentimiento de íntima gratitud para que valoremos lo que no hemos perdido. Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido. Vivo de llorarte en la noche, con lágrimas que queman la oscuridad. Soldadito rubio que mandaba en el mundo, te perdí para siempre. Lo que queda después de ti, hijo, es un universo fluctuante, sin consistencia, como dicen que es Júpiter, una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, de tiempo y muerte, a través de todo lo cual vago solamente porque desconozco el gesto que hay que hacer para morirse. Si no, haría ese gesto y nada más. Qué estúpida la plenitud del día.

No sé si leer sirve para algo, pero sí sé que me alegro muchísimo de poder vagar por las páginas de esta obra cumbre de la literatura universal.

El talento atemporal


Fotograma de Tiempos Modernos (1936).

Smile and maybe tomorrow
you’ll see the sun come shining through
for you.

[Smile, Charles Chaplin]

En otra vida, aquella universitaria, fui cinéfilo empedernido, de esos de rapiñar en bibliotecas pelis menores de Truffaut o de Fellini y engullirlas en versión original, de amontonar entradas de cine e, incluso, de coordinar ciclos de cine y tertulia en la residencia universitaria y en la facultad de letras que asaltaba, informático intruso. Con La naranja mecánica petamos el aula magna de letras, recuerdo, en un ciclo de cine violento de los setenta. Por entonces, y como mandan los cánones, había que elegir entre Charlie Chaplin y Buster Keaton o Harold Lloyd. Como me parecía tan evidente que las obras maestras de Chaplin como La quimera del oro, Luces de la ciudad o El gran dictador eran absolutamente insuperables, entonces vendía que mi preferido era Keaton aunque solo hubiese visto El maquinista de la general y El boxeador (ambas, por cierto, del mismo año, 1926). Cosas de la juventud, aunque quince años después hayamos empeorado.

Anoche programaron Tiempos modernos en La 2. La crítica siempre dijo que era una gran obra maestra de Charlot por la combinación genial de escenas cómicas memorables que jalonan una trama creativa y absorbente, por esa crítica a la modernidad de la industrialización simbolizada en la cadena de montaje, por la lúcida reflexión sociológica de la pobreza piramidal y la alienación del hombre a través del trabajo. Conceptos así, una invitación introspectiva embebida en cine mudo cómico.

Anoche, después de cenarte una tortilla de dos huevos con jamón y todo el pan del mundo mojado en aceite y pera, te dije que te sentases en el sofá conmigo, con escepticismo, a sabiendas de que no has mirado la tele dos minutos seguidos jamás en tus tres años de vida. En la pantalla, Charlot apretaba tuercas a dos manos sin parar, la cadena de montaje se lo tragaba y nadaba entre los engranajes de la maquinaria industrial. Te tronchabas de risa como nunca habría imaginado. A Charlot, conejillo de indias de una máquina portátil de dispensar comida, la susodicha le tiraba la sopa encima y le estampaba un pastel en la cara. No parabas de reír a carcajada limpia, casi nervioso y excitado, junto a mí. Charlot patinaba en su turno de vigilante nocturno en un centro comercial y, mientras, tú repetías «papá, ese tío está muy loco, más loco que la maraca de Máchi«. Estuviste casi una hora absorto, entre estruendosas risotadas, en un mundo en blanco y negro de hace más de ochenta años. Hoy me has vuelto a pedir que te ponga en la tele «la peli del tío loco«.

El respeto y cariño que siempre me ha merecido Charles Chaplin promocionó anoche a absoluta reverencia e infinita gratitud.

Cayetano y el chocolate; Alfonso J y el vino


El ombligo de Alberto Olmos.

No me conmueve el horizonte
No me da miedo la muerte
No me importa tu desorden
Me asusta mucho perderte.

[Autorretrato, Tulsa]

Te regalé Irene y el aire, la nueva «novela» de Alberto Olmos, el día de tu «santo» previendo garantía de éxito: regalar a una matrona por el día de la Inmaculada Concepción un libro sobre el parto y la paternidad en un hospital en el que ha trabajado era apuesta poco arriesgada. Te duró media madrugada, a mí un par de días; nos sentimos interpelados en cada frase, en cada idea de Olmos.

En realidad, la novela no apabulla en contenido: es cierto que el alumbramiento es el momento más luminoso de cualquier existencia, pero hemos sido tantos miles de millones los padres y madres del mundo que podría considerarse banal y vanidosa, de antemano, la intención narrativa. Concretando, Irene y el aire se centra en el relato con mucha destreza de un escritor cuarentón sobre su paternidad en el 12 de Octubre a partir de unas notas recogidas al alimón con su novia Eugenia en un cuaderno autobiográfico. Y «su» parto no tiene nada de carismático: pareja primeriza que concibe a niña sana por parto natural en hospital madrileño. Lejos, por ejemplo, de la narración de Sergio del Molino en La hora violeta que escribe una carta de amor a su hijo que muere por leucemia o de Francisco Umbral en Mortal y rosa, que acompaña la infancia de su único hijo Pincho, fallecido de forma prematura con 6 años también por leucemia, en un libro poético de llorar a la vuelta de cada párrafo.

El mérito de Olmos, si cabe, es que va a vender bastantes ejemplares porque la narración es ágil y absorbente y porque su nombre ya se ha hecho un hueco en el panorama actual por su irreverencia política. Y cuando te digo esto y me dices que he obviado la mitad de los detalles del libro, y me lo argumentas, hundes mi orgullo con tu razón, porque hay muchas aristas con lectura obstétrico-ginecológica: cómo trabajar para que el padre no se sienta desplazado, cómo esforzarse en empatizar con la embarazada a pesar del horario de los turnos laborales, qué abismo tuvo que sufrir el padre solo con su hija recién nacida en brazos, qué principiante irse a por el coche y la bolsa de mudas en el peor momento, qué necesidad de protagonismo paterno sea impostado o realmente sentido.

Me pides que imite a Olmos, no por egolatría sino por interés real, como madre y como matrona. Toda madre ha narrado su parto mil veces pero pocos padres han manifestado su vivencia, por pudor o por insignificancia, y ahí reside el mérito de Olmos, en la singularidad de lo más humano. La memoria siempre traiciona al pasado y a la realidad, máxime en una situación límite, pero cuanto menos se rememora mayor margen de maleabilidad delegado en la memoria. Y mi memoria, lamentablemente, se caracteriza por su fragilidad.

Lo malo de que la madre sea matrona es que te desentiendes de las dudas. Cada pareja primeriza arrastra un alijo de inseguridades, de problemas reales y posibles, de sangrados mortales o lavables, de contracciones preventivas o notariales, qué silla es mejor para el coche, lactancia materna, piel con piel, marca de cremitas para el culete. Incluso ignoraba que los partos se podían programar sin recurrir a la cesárea, que te citan en el hospital para inducir la expulsión en X semanas más Y días de embarazo. Y así nos convocan el martes 17 de octubre de 2017 a primera hora de la mañana. Lo lógico es pensar que, ya que te dan cita para inducir el parto, el proceso sea rápido: estímulo, expulsión, bebé, pim, pam, pum. Pero no, desde el aviso al cuerpo materno vía óvulo vaginal de prostaglandina hasta la expulsión se suceden durante horas los gritos y dolores. Pasan las horas y las contracciones, brotan mugidos de desesperación desde un abismo interior cada vez con más frecuencia e intensidad, rezas a todos los dioses de todas las religiones en todas las posturas que mitigan tu calvario.

Primero, en la habitación de la maternidad, después en la sala de dilatación y, por último, en el paritorio. Cada cuerpo es un mundo, sirva la obviedad, y recorre su peregrinaje hasta el parto con diferentes ritmo y pendiente de dolor. Nosotros no podemos entenderlo, no podemos sentir ese dolor, ese empuje innato de la naturaleza que quiere abrirse paso entre las piernas de una mujer. Me recuerda a una novela de Sándor Marai: «a veces ella, cuando tenía miedo, decía descarada y desafiante: sólo soy una mujer… Como si uno dijera: sólo soy el Niágara«.

Supongo que es difícil recordar horas concretas pero sé que después de más de doce horas en el hospital, sobre la hora de una cena tardía, sientes que ya tienes que estar madura. La matrona te dice que has avanzado poco pero como os expresáis en centímetros que en realidad son dedos no os entendemos. Más de doce horas de dolor desaprovechadas. Te hundes y lloras porque haces una regla de tres simple y te sale como resultado un sufrimiento eterno. Si no me desmorono bajo tus lágrimas es porque no tengo ni idea de lo que significa la cifra cantada por la matrona bajo tu camisón. El equipo del paritorio entiende tu desesperación y propone un plan alternativo: droga para dormir un rato y que el útero trabaje sin molestar durante unas horas pero prohibiéndote parir mientras dura su efecto porque podría tener efectos letales para el bebé; esta es mi explicación for dummies, y no tengo otra. Te drogan en la sala de dilatación asignada y volvemos a la habitación a descansar. En la noche escandalosa de un paritorio en ebullición -cinco partos si no recuerdo mal-, tú duermes como si no tuvieses contracciones, como si tu cuerpo no librase una magnífica batalla por la vida, y como si las paredes no se estremeciesen ante cada ronquido de nuestro compañero de habitación, que ayer fue padre y goza literalmente «el descanso del guerrero». Me veo como centinela en vela que lucha por dormir contra los elementos: la adrenalina, el incómodo sillón y los molestos ronquidos.

En la madrugada muy avanzada despiertas con hambre y nos acercamos a la máquina expendedora de guarrerías, a saber qué eliges, algo de chocolate. El camino de vuelta a la habitación se completa entre varias estaciones de dolor en las paredes del pasillo: si queda mucho la tortura será insufrible. Pides volver a la sala de dilatación y entonces todo sucede demasiado deprisa. No sabría ordenar cronológicamente: te monitorizan y las cifras que canta la «máquina de intensidad de las contracciones» son de cum laude, notifico por wasap a ambas familias que estamos en completa, me muerdes el brazo en mitad de una contracción, más vale un hijo que un pedazo de antebrazo, te arrancas las vías con desesperación y te sangra la vena del brazo, todo se llena de fluidos, la cama, mis brazos, el camisón. Llaman a Inma, tu amiga matrona, para asistir el parto, y viene con contagiosa vitalidad aunque sean las cuatro o las cinco de la mañana y esté durmiendo en casa. Creo que llegas a pedir la epidural, contra tus intenciones, pero no da tiempo porque el anestesista está ocupado (o la anestesista está ocupada). Dices que «quieres empujar» y entiendo que no es que «quieras» sino que de forma instintiva tu cuerpo va a engendrar otra vida humana por las buenas o por las malas en ese instante. Ahí ya no queda nada de conciencia, de libre elección, solo el sometimiento a los designios de la naturaleza para perpetuar la especie humana en este mundo.

Nos pasan al paritorio adjunto y te colocan en una silla de partos como las que tenemos registradas en nuestra memoria colectiva, boca arriba y con las piernas abiertas. Entonces comienza la cuenta atrás tras cada empujón entre contracciones. Me fascina el papel de la matrona, acompaña, no interviene, recomienda, tranquiliza. Veo salir la cabeza del bebé, todo va bien, yo que me pensaba incapaz de asistir a ese momento, pudoroso entre sangre y dolor. Sigues sufriendo, su mano te rasga porque la trae en la cara. Como si la matrona estuviese a la espera de cogerlo al vuelo, expulsas al bebé y ella captura el trofeo con destreza a las seis menos diez de la mañana. Ni siquiera veo cómo pinzan y cortan el cordón umbilical. Después de más de nueve meses de bendito parasitismo se convierte en un ser independiente. Te lo dan, lo besas, ha nacido, pero no soportas el dolor y quieres que ¿yo? lo coja. ¿Yo? Quince mil conversaciones y una investigación adornada con un póster en un congreso mientras estudiabas la especialidad sobre el piel con piel para que ahora no admitas la evidencia. La teoría y la práctica. Al final accedes al piel con piel mientras pasas el duro trámite de expulsar la placenta. La matrona estira con cuidado del cordón umbilical poco a poco para extraerla, la casquería de la vida pesa mucho, molesta mucho. Pensabas que el dolor terminaba con el bebé y no con la liberación de la placenta, lección anotada, por eso la acepción literal de «alumbramiento» es la expulsión de la placenta y membranas. Ahora ya sí, tres cuatrocientos.

El pequeño Cayetano está sucio, lleno de líquido amniótico y sangre, con la nariz aplastada y la cabeza espachurrada. Solo pienso en lavarlo pero dices que la piel absorberá toda la grasa en su propio beneficio, la naturaleza es fascinante; con autoridad remarcas que los hospitales que lavan al recién nacido están obsoletos. Nos pasan a la habitación de puerperio y, en el camino, me dejan escaparme para notificar a ambas familias, en la sala de espera del paritorio, que todo ha salido bien, que Cayetano ha nacido y que tú estás bien, no sé si lo llegué a pronunciar o simplemente mi emoción y mis lágrimas manifestaron la felicidad.

La sala de puerperio es una salita pequeña en penumbra, como si el hospital ofreciese un servicio de relajación e intimidad durante dos horas. Yo ignoraba por completo la existencia de este lugar y este tiempo. Inma, la matrona, especula con el parecido y nos hace un par de fotos de recuerdo antes de dejarnos solos. No recuerdo haber hablado mucho contigo durante las horas previas pero sí en esas dos horas. Te digo que ahora tenemos que aprender a querer a nuestro hijo, que de momento no es nada más que un recién llegado. Que, por ahora, te quiero más a ti que a él. Mientras, tú ya lo estás amamantando, es decir, queriendo. Y recuerdo un comentario que me hizo un amigo durante el embarazo: «en cuanto veas salir a tu hijo, lo vas a mirar y vas a pensar ‘¡coño, yo a este lo conozco!'». Ese dieciocho de octubre llovió muchísimo.

Cada nacimiento es un mundo único y singular. 12 de junio de 2020. Tienes cita en monitores, salimos mañana de cuentas pero en la consulta te dicen que no será inminente. Cuando volvemos de Cuenca te comento que podríamos volver a la capital a cenar, por si acaso, porque asimilamos el temor a una hora de viaje con el parto desencadenado. Sabemos que Alfonso Javier, concebido en la resaca de la celebración del cincuenta aniversario, debe nacer el día de San Antonio de Padova, patrón de la familia por las peticiones atendidas y certificadas desde 2005. Cenamos entre mascarillas en la terraza de la marisquería Joni, tomamos un gintonic en El Gallo y después nos damos un paseo por la calle del agua. Más que a multiplicar una famlia parece que hemos ido de turismo. Dudamos entre las alternativas: volver a casa, ir a dormir a un hotel o acudir al hospital. Optamos, con acierto, por la última opción y nos ingresan automáticamente en la habitación 212. En Cuenca no suele haber muchos nacimientos, así que nos asignan una habitación libre, tengo cama. La experiencia es un grado: tú te pones a leer entre contracciones y yo a dormir. Hasta que sobre las tres y media me despiertas y me dices que ya no aguantas más. Nos vamos a parir.

La sala de dilatación es más lúgubre que la de Alcázar de San Juan, más vieja, más pequeña, peor iluminada. Las contracciones son ya muy fuertes pero te sientes cómoda entre una matrona veterana con la que coincidiste en tu especialidad y una matrona residente menuda y atenta. Tú conoces sus nombres. Informas que «quieres empujar» y van a preparar el paritorio con premura. Mi papel se limita a darte agua y sostener en tu espalda baja un cojín caliente con fuerte olor a romero, inútil auxiliar de un púgil en combate de boxeo. Sucede todo tan rápido que apenas da tiempo a ir de la sala de dilatación al paritorio aunque los separen pocos metros; a la mitad de camino te viene una contracción fuerte, casi para quedarnos a parir en el pasillo. Llegamos a la sala de partos y todo fluye con una naturalidad fascinante. Te agachas y te apoyas en mí, o te agachas y te sujeto de los hombros. Declinas tumbarte en la silla de partos, quieres parir como estás, en cuclillas, no por romanticismo sino porque sientes que tu cuerpo te lo pide. Empujas sabiendo cómo y cuándo, para asombro de la aprendiz de matrona y orgullo gremial de la veterana. Pides silencio porque entre todo el equipo montan mucho escándalo, a mí también me estaba molestando la confianza pero no tenía derecho a réplica. La más joven se muestra entusiasmada, a pesar de su incómoda posición casi en el suelo, y no para de repetir «¡Qué bien, Inma!». Entre cada contracción, un empujón consciente, meditado y medido para concluir una expulsión sobresaliente a las cuatro y media de la madrugada.

El viejo suelo es un gran charco de sangre y fluidos, incluso pides perdón por haberlo ensuciado, como si estuvieses pidiendo una fregona para recogerlo. Esta vez sí acurrucas al bebé entre tus pechos entre besos y sonrisas. Creo recordar que en este momento sí te apartas la mascarilla para besar al bebé. Yo también te doy un beso en la frente sudorosa, te lo intento decir todo con ese humilde beso. Periné íntegro, como dices con gran satisfacción cuando vuelves de un trabajo bien hecho. Cuando expulsas la placenta, la joven matrona juega con ella como si fuese una bola gigante de plastilina roja y negra y, entonces, siento vértigo. Todo ha salido tan bien que la adrenalina se la ha envainado al instante y siento que la cabeza se me queda vacía. Lo manifiesto con prudencia y me mandan a sentarme en el suelo, junto a la pared. Sueles decir que a los padres, si se quejan en un parto, les dan una patada y los abandonan a su suerte, son la última prioridad en un paritorio; a mí me ofrecen agua con educación y me hacen un hueco para poder mantener el lazo visual con madre y bebé, no puedo estar más agradecido. Como mi aviso fue muy preventivo, pronto me levanto con confianza y escucho a la joven matrona agradecerte el parto, como si considerase un privilegio haber asistido a un alumbramiento así, de sentar cátedra. Alfonso nos mira como pensando que el mérito es suyo, ¡qué bienvenido eres!

Domingos por la tarde o invertir en supervivencia


Perspectiva de Villaescusa de Haro desde la quesería Villa d’Haro.

Encadenada en un mundo hostil
de obediencia o castigo,
obligada a tocar el violín
y ser todo lo que él siempre quiso.

[Balada del hombre desesperado y la novia en el río, Lovely Luna]

Cada vez son más los borradores que se quedan olvidados, durmiendo en el limbo del unpublished, aplastados por la contundencia del bahpáqué si a nadie le interesan tus desvelos. Nadie debe ser un número bastante aproximado de la gente a la que le preocupan tus tonterías, lo sé por empatía inversa. Porque a ratos duele manifestarse, abrir las manos y ofrecerlas con humildad: esto es lo que tengo, lo que ofrezco, mi provisionalidad, mi ruina y mi miedo. Nos aplican a todos los pueblos las restricciones de nivel 2 para que se nos quiten las ganas de salir a tomar una cerveza en esta semana triste y lluviosa. Y de repente, sí, se me han quitado las ganas de la cerveza y de discutir con los que no son padres, y son mis amigos y son gente muy mucho más mejor que yo, pero la imposibilidad de solapar las perspectivas frustra el resultado de cualquier debate. Disculpen el pesimismo, es domingo por la tarde, llevo casi dos años sin volar, un año y medio sin ver el mar, no sé cuánto sin ir al cine y muchos meses sin disfrutar de un concierto.

Me ha hecho ilusión que Alberto Olmos haya ganado esta semana la primera edición del Premio de Periodismo David Gistau, diez mil euretes por un demoledor artículo sobre la pobreza publicado en mayo. Aquí ya se habló de Alberto Olmos en 2011 por su novela Ejército Enemigo y, desde entonces, lo seguimos, primero en su blog Hikikomori y ahora en su irreverente Mala Fama de El Confidencial. Supongo que le haría gracia saber que sale a relucir en cursillos pre-matrimoniales por un artículo en el que decía «No tengo ninguna necesidad de explicar lo feliz que me hace mi hija. No voy a convencerte de que tengas hijos porque luego no podré convencerte de lo más importante: que los quieras y los cuides. No tengáis hijos por obligación o debilidad, nadie os lo está pidiendo». Esta semana ha publicado un artículo bestial sobre Irene Montero que nace de una mezcla de frustración e inquina traicionada, quizá de las mejores lecturas breves de la semana para tonificar el rencor machista; si la ministra lo lee quizá opte por recoger los bártulos y anunciar su repliegue: lo siento, os he fallado, abandono la política pero me quedo con mi chalet a las afueras, mi familia numerosa, mi esposo fiel, mis reportajes de moda, mi netflix, mis ayudantes en casa, mis aspiraciones de educación de élite para mis hijos, mis cumpleaños con tartas caseras y mis escoltas «multidisciplinares». Y concluir con alguna moraleja tipo a) siempre soñé con ser una chica bien o b) lo malo es cuando los privilegios los disfrutan otros o c) sois unos machistas impenitentes. Huelga decir que su lifestyle no sería en absoluto reprochable si no fuese porque se gana el pan luchando contra gente como ella, que se lo digan a su compi Teresa.

Me ha hecho ilusión descubrir la apertura de la Oficina de Gestión de Ideas del CA2M de Móstoles. Aplican la consigna del máximo esfuerzo para obtener el mínimo resultado para dar solución a puñados de incógnitas populares. La política y la cotidianeidad, dos de los pilares sobre los que ahora se sustenta esta existencia, están tan en las antípodas del arte que estas historias me pellizcan la percepción de la realidad como si estuviese descubriendo un mundo nuevo al estilo del protagonista de Solenoide.

No me ha hecho ilusión adquirir conciencia del sombrío panorama del mundo rural: atraer población es complicado y retener ya es tarde porque hubo tantos que se marcharon sin previsión de billete de vuelta. Los presupuestos, tanto generales como regionales, ignoran un drama de compleja solución; como anticipó Jesús Patiño hace unos días, «el primero en marcharse de los pueblos fue el Estado, no la gente», tesis también defendida por Sergio del Molino en su célebre ensayo La España Vacía. Remarco la columna de Manuel Astur en El Cultural de esta semana: «uno no entra en un monasterio para comenzar a creer en Dios. Antes de cambiar de vida material, hay que cambiar de vida mental. De lo contrario, me temo, los pueblos se llenarán de ciudadanos que no entenderán nada».

No me ha hecho ilusión leer en el BOE el flamante procedimiento de actuación contra la desinformación. Un procedimiento que no explora la vía legislativa sino la supervisión por parte de órganos dependientes del ejecutivo y que anticipa incluso el control de los medios de comunicación. Y sufrimos, de forma inconsciente, la ambivalencia de querer creer que la desinformación hace daño pero que estos gestos suponen los preliminares de controles temerarios: os mostraremos las fuentes de las que brota la verdad única. Dejadnos en paz, malditos, casi siempre preferimos nuestra verdad, nuestra mentira y nuestra duda. Dejadnos en paz y no nos aboquéis a abismos de libertad, de pluralidad y de concordia fingida.

Enhorabuena a Biden por ir corriendo al atril con casi ochenta años, enhorabuena a Roglic por endulzar con esta Vuelta el agrio final del Tour, enhorabuena a Olmos por los diez mil euros, enhorabuena al dúo cómico Sánchez et Iglesias por hundir los cimientos y valores de un país sin el más mínimo encontronazo social, enhorabuena a Xoel por su nuevo Si mi rayo te alcanzara, y enhorabuena a mí por haber echado a perder otro domingo por la tarde y haberlo sobrevivido.

El Abecedario & El Bocadillo


A la escuela con una mochila de ilusión.

Eso que tú me das
es mucho más de lo que pido.
Todo lo que me das
es lo que ahora necesito.

[Eso que tú me das, Jarabe de Palo]

Después de casi tres años de mimos y zarpazos, de salvajismo entre algodones, si nada cambia, dentro de diez días tendrá su primer día de cole. A él le preocupa que le echemos dos bocaillos en la mochila, y a nosotros, todo lo demás.

Durante estos días no se habla de otra cosa y los padres manifiestan su temor al tiempo que los profes y equipos directivos confiesan su incertidumbre y, también, miedo. Iluso el que se atreva a simplificar un contexto tan difícil, pero cuánto tiempo perdido y qué dejadez de funciones de algunos responsables políticos del ramo. Da la casualidad de que tanto a nivel regional como nacional gobierna el socialismo con equipos más preparados para la propaganda y manipulación mediática que para la gestión y la búsqueda de soluciones a problemas reales.

No me gustaría haber estado en el pellejo de los directores de centros educativos durante este verano sin disponer de instrucciones claras, de ratios, de variaciones de personal, de protocolos en diferentes escenarios, de posibilidades de nuevos espacios, abandonados a una improvisación que comenzará en septiembre. Contra este enemigo cruzar los dedos no suele ser una buena solución.

Y preocupa también el ambiente infantil, cómo se marginará y culpabilizará a alumnos y padres cuando se identifiquen rebrotes y se señale, inquisidor, su origen. Y el miedo personal de muchos profesores de edad avanzada, o de salud frágil, o convivientes con familiares mayores. Y las idas y venidas de cierres y aperturas ante cada rebrote que desorientará más si cabe a los alumnos.

The New York Times publicó el otro día una sonrojante columna de muy recomendable lectura titulada «El país donde las discotecas son más importantes que las escuelas». Dan ganas de llorar; menos por los dos bocadillos, por todo lo demás.

Abubilla Atropellada


Biodiversidad: tordos y antenas.

Los que no participan de las injusticias,
no miran a otro lado.
Los que no se acomodan,
los que riegan siempre su raíz.

[Girasoles, Rozalén]

A la vuelta de Briones nos acompañó la abubilla revoloteando entre las carrascas de las lindes. A tus impacientes llamadas ella contestaba con su u-pu-pu u-pu-pu mientras atravesábamos raudos y prisa-prisa con la bici eña el camino repleto de «margaritas metepatas» que sembraron a conciencia tus tíos antes del encierro y que ahora florecen entre las rodaduras de tierra. Distingues los pinos de las carrascas, señalas el cereal granado diciendo «cerveza, pan, galletas, espaguetis» y las cepas de las viñas identificando «uvas y vino para papá». Nunca cazas con la vista los lagartos ocelados que atraviesan las pistas porque andas con la mirada perdida calculando los huevos de las gallinas que cogiste ayer y soñamos con ver juntos un jabalí huidizo o un elegante corzo que, de momento, nos son esquivos. Se supone que el pueblo está hecho a la medida del hombre y la ciudad a la medida del producto, del número, detalle que ignoramos porque no necesitamos etiquetar ni, por supuesto, desdeñar diferencias más allá de bendecir la posibilidad de elección. Para qué preocuparnos por intangibles pudiendo centrarnos en que Sesar nos traiga un árbol de piruletas de chocolate de Tarancón y plantarlo en la parcela de los pinos y que agarre bien y tener, de cara al otoño, buena cosecha de piruletas de chocolate.

El mundo es cada vez más piramidal y más líquido y más frágil, menos atractivo. Y mientras miserablemente se están los otros abrazando con sed insacïable del peligroso mando, tendidos a la sombra estemos cantando y merendando sandía con fanta de río. Ahora ya es tarde, demasiadas carencias en filosofía para aprender a pensar y demasiadas carencias en matemáticas para aprender a investigar. Demasiados escrúpulos para profesionalizar la instigación y demasiados frentes abiertos para abordar el objetivo de guerra a pecho descubierto.

El viernes en la carretera detecté una abubilla atropellada en el asfalto, supongo que no era la que nos acompañó en nuestro paseo en bici.