
Cuando te conocí
me dijiste que por mí
no ibas a cambiar,
ibas a seguir siendo igual,
ibas a seguir siendo igual.
[Cuando te conocí, Andrés Calamaro]
Ya hablaba Fernando Pessoa en El libro del desasosiego de «monotonizar la existencia» para que no sea monótona. Y hasta tal punto vamos aplananando la cotidianeidad que una calurosa escapada de sábado por la tarde al concierto de un viejo rockero a media hora de casa se podría considerar una honda ruptura de la rutina ordinaria.
En el mismo momento en el que, hace meses, se publicó en la prensa provincial que Andrés Calamaro tenía programado un concierto en Uclés me lancé a comprar las entradas. Ni siquiera sabía cuántas comprar, 2, 4, todas. Incluso la fecha sonaba idónea, 28 de junio, tres días después de mi cumpleaños. Y, paradoja, tuvo que ser una desgracia mecánica lo que finalmente permitió que pudiese asistir al concierto: si tres semanas antes no me hubiese roto el tendón de Aquiles entonces a la hora del concierto tendría que haber estado en un mediocre festival vallisoletano pasando el finde con los jóvenes.
La tarde era muy calurosa y calmada. Al llegar al exterior del monasterio, la organización nos ofreció asientos en primera fila al verme en muletas y con escayola. Agradecimos el detalle pero declinamos y, a la postre, la providencia nos dio la razón. Nos acercamos al bar en el lateral oeste del monasterio, aunque lo llaman «rincón gastronómico» porque mola más y pueden cobrar más caro. Te ofreciste a hacer cola mientras intentaba esconderme debajo de la sombra de un ciprés y saludaba a conocidos: había más alcaldes y periodistas que personas. David Pérez presumía, como comercial de Uclés, de la vista del atardecer desde ese rincón pero no me convencía porque faltaba el mar al fondo, la cola para la cerveza era lenta, se masticaba polvo seco y el calor abrasaba. Era gracioso ver a gente muy concentrada mirando la puesta de sol entre Tribaldos y el polígono industrial de Tarancón como si fuese algo romántico.
Quince minutos antes de las diez pasamos al claustro para buscar nuestras butacas y, a la hora prevista, comenzó el concierto, porque en Uclés se conserva, siglos después, una puntualidad monacal. Me ilusionaba que el repertorio se anunciase como un homenaje a Honestidad Brutal, año 1999. No recuerdo dónde compré ese doble CD con carátula negra y roja, pero sí tengo nítidos recuerdos de la pequeña cadena robada a mi hermana Miriam en la que escuchaba «No tan Buenos Aires» y «Los aviones» mientras hacía la cama en verano. Los dos discos terminaron rallados de tantos giros, casi cuarenta canciones exprimidas hasta la saciedad. Y, en esta tesitura, uno ya confunde si le gusta esa música o, simplemente, le gusta el recuerdo de aquella época de juventud y hormonas huracanadas.
Pero Calamaro ya no tiene treintaipico años y, además, sabe que la mejor manera de ganarse al público es arrimarse a célebres hits de Los Rodríguez como «Sin documentos» o «Para no olvidar». La música de Calamaro es rock de autor, pero Los Rodríguez son, en esencia, lo que se llama «rumba bastarda», una extraña mezcla de rumba flamenca con rock y ritmos latinos, una movida que te incita a bailar sin compasión. Y así pasó, que en el segundo tema ya había sublevación desde las butacas para arrimarse al escenario a moverse. Y, como dice Jesús Huerta en su crónica, «el argentino bendijo la sedición».
Calamaro no tiene treinta pero sí más de sesenta, y ya se siente libre para expresar lo que le venga en gana, porque quiere seguir siendo incendiario aunque le pongan etiqueta de «facha». Él se burla llamando a sus entremeses el «stand up fascista» y, en el fondo, sospecho que no siente la necesidad de expresar sus pensamientos en mitad de un concierto sino la obligación moral de defender la libertad de poder opinar a contracorriente. Ya lo cantaba en «El salmón»: «siempre seguí la misma dirección, la difícil la que usa el salmón». Y, aunque se perdía en divagaciones, se le entendía a la perfección lo que no decía: «¡pero qué carajo me van a criticar los niñatos de hoy si yo viví la dictadura militar de Videla y compañía en Argentina a finales de los setenta!». También no dijo: «he recorrido medio mundo haciendo conciertos y sé lo que cuesta ganarse el pan más allá de limitarse a silenciar y descalificar al diferente».
La sensación era de honda contradicción: el concierto era sentado pero la gente se había vuelto loca en el escenario y los laterales, estábamos en el patio de un monasterio pero se sentía el ansia de irreverente profanación, escuchábamos frases íntimas como «porque quiero dormir y soñar con ella / mientras pasan los aviones» intercaladas con píldoras ideológicas. Vivimos el paradigma del eclecticismo.
Mientras, Calamaro no dejó pasar la oportunidad de definir y acotar el contexto. El pueblo: «estamos en la España de en medio». El monasterio: «el enclave de la OTAN cristiana de la época». El público: «mucho heterosexual y ninguna bandera reivindicativa». El día: «ahora se celebra el Orgullo, lo que siempre hemos llamado el amor los del orgullo heterosexual pachanguero». O el comportamiento: «hacía muchos, muchos años, que no hacía un concierto sin tener un enjambre de móviles grabando el escenario».
Disfrutamos como enanos; yo, canción tras canción, que es recuerdo tras recuerdo, y tú, recreándote en mi gozo. «Los aviones» (duró más el speech que la canción), «Te quiero igual», «Me arde» (cómo encajó), «Cuando te conocí» (se me escapó una lágrima), «Clonazepán y circo» (de mis preferidas), «Crímenes perfectos», y tantas otras. En cada pausa, desde mi butaca de lisiado, gritaba en silencio «¡boludo, no te vayas sin hacer Paloma!». Mi obsesión era escuchar en directo ese tema, que está ya en las semis de mi campeonato mundial de canciones (imposición del cariacontecido impenitente). Cómo de chulo no será Calamaro para meter «Paloma» en el track 17 de Honestidad Brutal para pasar de puntillas.
Y, cuando parecía ya todo perdido, después de hilar dos de sus grandes canciones tras despedirse, «Alta suciedad» y «Flaca», sonaron los primeros acordes y los primeros versos «mi vida, fuimos a volar / con un solo paracaídas / uno solo va a quedar / volando a la deriva». Te dije que la estaba esperando y me contestaste que era la última canción que habíamos escuchado en el viaje, «¿y crees que era casualidad?». No cantábamos, gritábamos desatados: «puse precio a mi libertad / y nadie quiso pagarlo, / te cambio tu corazón por el mío / para mirarlo y mirarlo». No sentí un éxtasis sobrehumano ni pensé que me cantaba solo a mí, como dicen que suele suceder, pero se me metió dentro para siempre.
Tras los bises, unos capotazos de torero mientras sonaba un pasodoble. Qué pensarían las almas de los monjes de esta extraña historia nocturna.